Por P. Fernando Pascual
Los gobernantes que deciden emprender o continuar una guerra llevan sobre su conciencia una responsabilidad enorme que afecta la vida de miles de personas.
Como uno entre tantos ejemplos, bastaría con profundizar en la experiencia terrible de la larga serie de campañas militares que conocemos como “Guerra de los Treinta años”.
Las tensiones religiosas y sociales que acompañaron aquel conflicto no son suficientes para explicar su enorme duración y el alto costo de vidas y de daños materiales.
Porque las tensiones por sí mismas no explican el origen de cada guerra, que surge por culpa de decisiones concretas de emperadores, reyes, nobles, consejos de Estado, generales y otros cargos públicos.
Una vez escogido el camino de las armas para “resolver” un conflicto, se desencadenan mecanismos complejos, que van desde el reclutamiento de tropas y la búsqueda de dinero, hasta los momentos más dramáticos de las batallas y de sus consecuencias.
Cualquier autoridad que opta por la violencia como camino para imponerse sobre otros, por más justificaciones que pretenda tener a su favor, desencadena procesos de violencia que luego provocan daños que nunca podrán ser cuantificados correctamente.
Ciertamente, se pueden evaluar daños en campos de cultivo, en infraestructuras, en edificios, en hambrunas. Pero nunca se puede evaluar con dinero la pérdida de una vida humana bajo la acción violenta de quienes luchan en una guerra.
Los terribles daños de la Guerra de los Treinta años, como los daños de tantos conflictos, deberían servir como recuerdo y aviso para que las autoridades busquen todos los medios posibles para evitar el uso de las armas.
Es cierto que negociar puede ser algo muy complejo. Pero si hay buena voluntad y, sobre todo, un deseo sincero de los gobernantes a favor de la justicia y la paz, será posible evitar guerras que siempre generan heridas y daños en soldados y en civiles.
Los gobernantes de todos los tiempos, también en nuestros días, tienen una responsabilidad enorme para evitar nuevas guerras, para detener las que están en curso y, sobre todo, para entablar negociaciones que permitan ese anhelo de la inmensa mayoría de los seres humanos: el de una paz justa y duradera.
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