Editorial

La misiones de la Sierra Gorda, ese “paraíso de argamasa” que estudió tan profundamente el padre Óscar Cabrera Arvizu, nos dan una muestra que el espíritu misionero de los franciscanos no concluyó en el glorioso siglo XVI, sino que extendió su influencia civilizadora hasta bien entrado el siglo XVIII, evangelizando y preparando a los naturales de estas tierras con la mejor de las armas que el hombre puede ofrecer a su prójimo: el amor de Cristo reflejado en obras, palabra, enseñanzas y paciencia.

Los pames chichimecas no fueron un “experimento” de las misiones provenientes del convento de San Fernando (Ciudad de México), como tampoco lo fueron los naturales evangelizados desde los colegios de Querétaro o de Zacatecas. Había un terreno fértil en el alma de los indígenas, pero era menester conquistarla. Más allá de establecer una sociedad puramente teocrática, los misioneros, con san Junípero a la cabeza, hicieron que las cinco misiones se transformaran en cinco centros de amistad. Es impresionante lo que esto podría enseñar a los desorientados políticos que buscan arrollar el corazón del pueblo a partir de palabras. Son demagogos. Y nada hay más lejano del proceso civilizador que la demagogia.

¿Qué quiere decir civilización? Muy sencillo: que ni conquistadores ni conquistados se humillen entre ellos. En términos actuales, que ni los “de arriba” ni los “de abajo” se odien. Puede haber diferencias. Puede haber polémica. Puede haber autoridad (como la tuvieron los franciscanos en Sierra Gorda). Lo que está fuera de lugar es la coacción, la violencia, el poner de rodillas al otro y hacerlo esclavo. Las misiones fernandinas que desmenuza el padre Cabrera Arvizu tienen un denominador común (que se refleja en el arte de sus templos): formaron una comunidad.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de agosto de 2023 No. 1468

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