Por P. Fernando Pascual

Cada nueva concepción humana nos pone ante un evento único, irrepetible: la llegada de un nuevo comensal en el gran banquete de la vida.

Por eso celebramos con tanta alegría el nacimiento de un hijo. Por eso recordamos, año tras año, el día del cumpleaños.

Sin embargo, ha existido, y existe, un modo incorrecto de ver cada nueva vida humana: como una amenaza, un empobrecimiento, incluso un peligro.

En el mundo griego antiguo, por ejemplo, ya hubo propuestas y planes para evitar nacimientos considerados “en exceso”, como si fuesen un obstáculo para la sana vida de las ciudades.

A lo largo de los siglos, algunas familias han recibido la noticia de la llegada del nuevo hijo con inquietud, con miedo, incluso con pena: ¿habrá comida para todos, o nos faltará lo necesario para el recién llegado y para los demás miembros de la familia?

Existen, no podemos negarlo, situaciones en las que la llegada de un nuevo hijo exige a la familia, a la aldea, a la sociedad en su conjunto, un esfuerzo para proveer a su comida, su salud, sus estudios, sus bienes materiales.

Pero todo el esfuerzo que emprendamos ante la llegada de una nueva vida no puede compararse con la belleza de esa existencia que llama a la puerta de padres, hermanos, familiares, y de tantas personas de buena voluntad.

Habrá que ajustar los espacios en la casa, muchas veces ya vista como estrecha. Habrá que imaginar cómo hacer que llegue el pan para todos. En ocasiones, habrá que pedir ayuda a otros familiares y amigos para seguir adelante.

Cualquier esfuerzo vale la pena para que todos y cada uno de los nuevos comensales que inician el camino de la vida encuentren apoyo, bienes materiales, y un respeto profundo que nace del amor.

Cada uno de nosotros, nacidos en contextos y lugares muy diferentes, tenemos una dignidad única, una vocación temporal y eterna que explica nuestro valor.

Existimos, no podemos olvidarnos, desde el amor infinito de un Dios que es Padre y que cuida de todos y de cada uno de sus hijos. También del hijo que ahora ha iniciado su existencia en el seno materno.

Ese hijo vivirá en pobreza o en abundancia, vivirá enfermo o sano, vivirá unos meses o más de 80 años. Lo importante es descubrir que el recién llegado tiene su lugar en nuestro mundo y, sobre todo, es infinitamente amado por Dios, que cuida de los lirios del campo y de las aves del cielo… (cf. Lc 12,22-31).

Imagen de 460273 en Pixabay


 

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