Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Sin intervención alguna de nuestra parte, el cuerpo humano crece en forma rápida al pasar de la infancia a la pubertad. Este ritmo de desarrollo decrece velozmente al aproximarse a la lozanía de la juventud, para detenerse después en el esplendor de la madurez física. Se trata de un proceso estrictamente vegetativo, ya que no podemos intervenir a voluntad para acelerarlo o detenerlo. Nadie pude añadir ni un centímetro a su estatura (a no ser por el uso de los antiguos zapatos tap para varones, o por los astifinos tacones altos de las damas).

No siempre la madurez corporal trae aparejada la madurez del alma. Se puede tener un cuerpo de gigante y un alma de enano. Se puede ser superdesarrollado en la condición física y subdesarrollado en la espiritual. Ser adulto no es ninguna garantía de haber alcanzado la plenitud psíquica.

Andan por ahí no pocos cincuentones infantilizados, niños grandes, viejos en agraz, seniors alocados como juniors o abuelos que reaccionan como nietos, puesto que comportan un desequilibrio entre bilogía y alma, entre cronología avanzada y comportamiento retrasado. De estos desequilibrados, amonesta por ahí la Biblia cuando dice que “el niño de cien años perecerá”.

En su Arte de injuriar, Jorge Luis Borges nos presenta a dos señores que discutían con ardor. En un momento dado, uno de ellos arrojó a la cara del otro el whisky que estaba bebiendo. El interlocutor, luego de limpiarse un poco el rostro, precisó: Eso es una digresión, ahora espero de usted un argumento. Ahí están encarnados los dos tipos, el inmaduro y el maduro. El niño caprichudo y el adulto equilibrado.

La madurez psíquica se identifica con la conducta, con la forma de comportarse respecto de uno mismo y de los demás. Comportamiento que, desde luego, está basado en las normas de la ética y en la más noble escala de valores. Pero esta madurez no se logra sino cuando el hombre se lo propone y se esfuerza por conseguirla. Todo un reto para la voluntad, que no va con el abúlico y el aburguesado de espíritu.

¿Es necesario traer un espejo? Aquí está. El hombre inmaduro se sobrestima, no se estima. Es autosuficiente, no interdependiente. Le interesa tener, no ser. Prefiere la mentira y la apariencia a la verdad. Es explotador y no justo. Manipulador y no educador. Vive para producir en vez de producir para vivir. Se muestra soberbio, altanero y no digno en el trato. Es colérico, porque no puede ser pacífico. Es un irresponsable de tomo y lomo. No sirve a la política, se sirve de ella. Su religión, si es que la tiene, es formulismo y no compromiso.

¿Más espejos? El inmaduro es impulsivo y no reflexivo. Grosero y no educado. Imprudente y no sensato. Con pocas ideas, pero con muchos anillos. Egocentrista que usa a los demás, no altercentrista que promueve la conciencia solidaria. Por algo el poeta T. S. Eliot decía: Si supieran el miedo que los fantasmas tienen a algunos hombres.

Artículo publicado en El Sol de México, 27 de septiembre de 1990; El Sol de San Luis, 29 de septiembre de 1990.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de noviembre de 2023 No. 1480

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