Por Arturo Zárate Ruiz
Recientemente, el Papa Francisco elogió los avances notables en las tecnologías de la información, en especial las identificadas como “inteligencia artificial”, por las oportunidades que pueden ofrecer al desarrollo de las personas y sus sociedades. Pero, al hacerlo, advirtió sobre los riesgos que ellas conllevan, como lo son su intromisión indebida en nuestras vidas, la manipulación y el control social. Haciendo eco a su mensaje, me atrevo señalar los límites de esa “inteligencia” para no sobre dimensionarla. Pero, aun con sus límites, algunos de los riesgos subsisten, y algunas medidas pueden tomarse para contenerlos.
El Papa tiene claro que la “inteligencia artificial” no sustituye la inteligencia humana: «Hablar de ‘formas de inteligencia’, en plural, puede ayudar sobre todo a poner de relieve la brecha insalvable que existe entre estos sistemas, por sorprendentes y poderosos que sean, y la persona humana».
Sin entrar en profunda teología sobre el espíritu humano, pues ese espíritu lo carecen cualesquiera robots, cabe señalar que la “inteligencia artificial” no supera a la inteligencia humana al menos en un aspecto: la aprehensión de las ideas, es decir, el descubrimiento primigenio de lo que es cada cosa. Por muy poderosa que sean las nuevas tecnologías de la información, eso son, instrumentos para manejar información ya obtenida. Se les alimenta con datos predefinidos y con instrucciones para procesarlos. Así una máquina puede, por poner un ejemplo sencillo, identificar y separar tomates por su tamaño y calidad, sin intervención de una mano humana. Pero, para hacerlo, esa máquina requirió de los datos predefinidos y las instrucciones que les dio una persona quien sí los obtuvo o generó con su inteligencia primigenia. Y esa persona puede equivocarse. Un amigo, por un dato predefinido equivocado que una procesadora de información manejó, acabó siendo presentado como profesor de Harvard (y no lo es, sin que ello demerite su excelencia). De allí que el Papa invoque la capacidad crítica del hombre (ausente, en casos como ése, en los robots que aceptan cualquier “dato” con que se les alimente) para no suponer verdadero todo lo que venga de esas máquinas.
Ahora bien, la razón humana, para no hablar de su voluntad libre, no se reduce a la inteligencia. Incluye la prudencia, la técnica y la sabiduría que no son exactamente lo mismo. Con la prudencia se sopesa y decide lo más conveniente por hacer. Con la técnica se concibe el cómo hacerlo. Con la sabiduría se entiende el por qué con vista a los fines últimos del hombre. Por supuesto, la “inteligencia artificial” puede decirnos mucho al respecto tras alimentarla con datos predefinidos. Pero, de nuevo, pueden ser erróneos e insuficientes; pueden, por ejemplo, ignorar situaciones de lleno nuevas, las cuales requieren un descubrimiento primigenio.
Además de los riesgos de la “inteligencia artificial” señalados por el Papa, quiero, como ejemplo de los detalles por cuidar, destacar los relativos a la propiedad de los datos originales. En no pocas ocasiones los encargados de estas máquinas no especifican que no son suyos, y no le dan crédito ni les pagan a sus dueños. Es como plagiar un descubrimiento científico, o, como ocurrió en Hollywood, usar artificialmente rostros de actores en nuevas películas sin darles a ellos un céntimo. Por eso la huelga de los trabajadores cinematográficos. Otra forma extrema de robo es el registro por corporaciones internacionales de nuevas variedades agrícolas como suyas, cuando fueron desarrolladas durante siglos por comunidades tradicionales, digamos, no pocos tipos de frijol. Lo hacen estas corporaciones para cobrar indebidamente derechos.
Otro gran riesgo que cuidar es el desplazamiento de muchos trabajadores que no se requerirán por su sustitución por máquinas. Pero eso no es nuevo. Ya ocurrió una vez se introdujo la producción automatizada en el siglo XVIII. Esa experiencia volverá a ser dolorosa, pero con el antecedente histórico se pueden concebir maneras de convertir los nuevos riesgos en oportunidades de desarrollo económico y humano, como finalmente vino a suceder con la industrialización.
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