Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Toda persona humana posee por naturaleza esa apertura radical a Dios. Está orientada a vivir la comunión con Dios. Toda persona humana posee el deseo de Dios. Solo en Dios encontrará la verdad y la felicidad. Nos dice el documento Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (19, 1): ‘La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador’.

El ser humano busca a Dios de muchos modos; ahí está un abanico de religiones a través de la historia y de la geografía universal. San Agustín escribe:

‘Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo… interroga todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión (confesión). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza, no sujetas a cambio?’ (Serm. 241, 2).

Más allá de la búsqueda que hace toda persona humana de Dios, la fe cristiana y católica profesa que Dios mismo y verdadero le ha salido al encuentro. Se ha auto revelado en su designio amoroso mediante acciones y palabras, íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente, como nos afirma la Dei Verbum (2), de una manera gradual y por etapas como consta en la Biblia, hasta culminar en la Persona y en la misión del Verbo encarnado, aquél que es la misma Palabra de Dios, Jesucristo Nuestro Señor.

Jesús nos da a conocer el proyecto de Dios sobre la humanidad cuando dice:

‘Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Arrepiéntanse y crean en el Evangelio’ (Mc 1, 14-20).

Conocemos por el Antiguo Testamento la expresión ‘Yahveh malak’, que significa, Yahvé reina; en forma más abstracta será ‘malkut Yahveh’,-Reino de Yahvé, que indica la soberanía de Dios, considerando que nuestro lenguaje es analógico, simbólico y tiene su condicionamiento cultural por lo que respecta a Reino y Rey.

En el Nuevo Testamento esta expresión indica el núcleo de la predicación de Jesús por estas palabras que hemos señalado. En san Mateo aparece la expresión ‘Reino de los Cielos’, traducción del hebreo ‘malkut shamaim’, así los rabinos evitan pronunciar el nombre de Dios, Yahvé.

El Reino se identifica con la persona de Jesús. Descubrir el Reino es descubrirlo a él; entrar en el Reino es adherirse a él. Ya Orígenes, considera a Jesús como ‘autobasileia’, es decir, como el Reino en persona. La llegada del Reino es la venida de la gracia, de la salvación, del perdón.

El Concilio Vaticano II relaciona el comienza de la Iglesia con el anuncio de la llegada del Reino; son dos realidades que nacen simultáneamente (cf LG 5).

La Iglesia y cada cristiano invocan frecuentemente ‘venga tu Reino, Señor’ (Lc 11, 2; Mt 6, 9). La Iglesia proclama su fe en Jesús crucificado y resucitado, porque él es el mismo Reino.

Si se ha cumplido el plazo, debemos aceptar la Buena Nueva, donde Dios se introduce en nuestra vida; para tener una vida más humana. Esto significa cambiar nuestro modo pensar y de actuar. El Reino es el modo que quiere Dios para construir nuestras vidas. Una vida de justicia y de compasión, una vida de amor y de paz, una vida de entera comunión de los humanos. Vida diferente a todo tipo de egoísmo, que se inicia aquí y encuentra su culminación en la eternidad.

El Reino no es más sino el Proyecto de Dios; es la gran noticia, es el Evangelio. Jesús, el profeta itinerante invita a colaboradores que se sumen a su obra del Reino que es el proyecto maravilloso de Dios, que realiza Jesús.

Convertirse es convertirnos al perdón; convertirnos es un convertirse a un modo nuevo de vivir en la alegría, en el amor y en la justicia; convertirse es permitir que Jesús nos cambie el corazón y cambiar diametralmente nuestro modo egoísta de pensar y de sentir.

Vivir en el Reino de Dios, es vivir la adhesión plena a Jesucristo muerto y  resucitado; él es la presencia de Dios entre nosotros. Él nos renueva interiormente, nos devuelve la alegría de la salvación ( cf Sal 51).

 

Imagen de Yandry Fernández Perdomo en Cathopic


 

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