Por Alejandro Cortés González-Báez
En el libro El señor de las moscas, encontramos a un grupo de náufragos en una isla, niños entre los 6 y los 12 años que sobreviven a un accidente aéreo en su lucha por la supervivencia. La obra es una metáfora de nuestra vida en la que el autor esboza la tesis de que el hombre es un ser miedoso por naturaleza, capaz de refugiarse en lo irracional y hasta llegar a la eliminación de sus congéneres cuando se encuentra ante situaciones desconocidas. El autor cae en un reduccionismo al limitar la vida del ser humano a sus instintos. Sin embargo, el ser humano lleva en su propio ser una ley natural que le permite calificar como buenas o malas sus decisiones.
La ley natural, que llevamos en nosotros, podemos encontrarla esencialmente y de forma resumida en los Diez Mandamientos, que viene siendo el manual de uso y mantenimiento del ser humano, entregados por su “fabricante” —también conocido como nuestro Creador o Dios—.
Ahora bien, ya lejos de esta novela, y partiendo de una visión antropológica aceptable, podemos dibujar al ser humano como un compuesto consustancial de alma y cuerpo; es decir, dos componentes distintos, pero “internecesarios” entre sí. Un cuerpo material y un alma espiritual; ésta última con dos potencias superiores: inteligencia racional y voluntad libre. Teniendo como sus objetos propios: la verdad y el bien, respectivamente.
En el proceso natural la inteligencia actúa primero descubriendo la verdad, para presentársela como positiva a la voluntad. La cual habría de aceptar esas razones, ordenando las decisiones oportunas de la conducta humana. Dicho proceso nos diferencia con claridad de los animales.
La trampa se presenta cuando la voluntad quiere algo concreto y se pone en comunicación con la inteligencia en estos términos: Oye inteligencia, tú siempre me has dicho que esto es malo, pero, ¿por qué no te metes en tu bodega —la memoria— y buscas algunos datos que me sirvan para justificar que, en mi caso, esto no es malo?
Si yo destruyo o daño la obra de un artista, lo ofendo. Cuando yo me deterioro por el mal uso de mi voluntad haciendo aquello que daña mi propia naturaleza no sólo me ofendo a mí, sino también a Dios, y eso se conoce como “pecado”, por eso con justa razón se puede afirmar que todo pecado es antiecológico.
Muchos creyentes viven como si Dios no existiera, entre otras cosas por el valor que le damos al dinero y las demás cosas materiales. Cuentan que un maestro aleccionaba a su discípulo presentándole la diferencia de ver a través de un vidrio y mirarse en un espejo, aclarándole: Cuando vemos a través de un cristal transparente podemos ver a los demás, pero cuando hay algo de “plata” detrás del vidrio sólo nos vemos a nosotros mismos.
Vivir con la conciencia dormida es vivir con el peligro de terminar como auténticos animales, sin respetar a los demás. La moral natural es la única guía confiable para no errar. El positivismo ético depende del capricho de los legisladores y, por lo mismo, suele fallar con frecuencia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 4 de febrero de 2024 No. 1491