Por P. Fernando Pascual
Era el 26 de diciembre de 1948. La policía entró en el palacio episcopal. Buscaban a József Mindszenty, arzobispo de Ezstergom y cardenal primado de Hungría. En el edificio estaban presentes su madre y otras personas.
El cardenal fue arrestado y llevado a un local de la policía donde sufrió todo tipo de torturas: interrogatorios extenuantes, golpes y amenazas, comida escasa o envenenada con “medicinas” para destruir su psicología.
Son semanas terribles, que Mindszenty comparte con otros prisioneros que sufren su misma suerte. La policía, sometida a los intereses de los comunistas, busca que “confiesen” delitos nunca cometidos, o que denuncien a inocentes.
En febrero de 1949, el cardenal Mindszenty, acusado de urdir un complot contra el Estado, sufrió un proceso judicial “demostrativo”. Apareció ante los jueces y el público como un hombre fuertemente probado, con poca capacidad de reacción, quizá dañado en su psicología.
El proceso, como deseaban los comunistas, condenó a Mindszenty a cadena perpetua. En el apelo se pidió, incluso, la pena de muerte, pero los jueces quedaron “contentos” con la pena anterior.
El cardenal, muy debilitado, fue llevado al hospital de una primera cárcel. Luego, a una cárcel más severa, donde pasaría varios años con penalidades de todo tipo.
En sus famosas “Memorias” narró con detalle esos lentos días, meses, años, de prisión, aislado del mundo, incluso de los demás presos, sin noticias y con tratos pésimos.
Mindszenty tenía 56 años en el momento del arresto, pero ya antes había tenido problemas de salud. Durante la prisión perdió peso y sufrió numerosas dolencias, pero pudo sobrevivir a pesar de que habría sido un alivio para las autoridades si hubiera fallecido “por enfermedad”.
Experimentó esa terrible soledad del prisionero, expuesto continuamente a las vejaciones de los carceleros. Pero aprendió a aprovechar los pocos espacios que tenía para reflexionar, leer, rezar, incluso celebrar la misa cuando se lo permitían.
Pudo tener el alivio del amor de su madre, que nunca dejó de apoyarle desde fuera de la cárcel, a pesar de ser una mujer anciana y de pocos recursos. Las pocas veces que podían encontrarse, siempre bajo la mirada de la policía, eran un auténtico momento de consuelo para el cardenal.
En pocas ocasiones, encontró detalles de humanidad por parte de algunos policías o carceleros. Los había crueles, duros, deseosos de hacer sufrir a los presos. Pero también había otros que mostraban ese afecto natural que nos une como seres humanos, especialmente ante una desgracia.
Sobre todo, el cardenal encarcelado recurría a Dios. Rezar se convirtió en una fuente de fortaleza y en un modo sencillo de unirse a la Iglesia. El rosario era repetido una y otra vez. Cuando se lo permitían, recitaba la Liturgia de las Horas (el Breviario).
La misa era celebrada, a pesar de las interrupciones de los carceleros, con todo el tiempo necesario, y en ella Mindszenty pedía por sus seres queridos, por las almas, por la Patria húngara.
Así lo expresan sus “Memorias”: “El ofrecimiento del Santo Sacrificio de la Misa era para mí, cuando obtenía permiso para ello, punto central del día. Duraba dos horas y media o tres. Durante el mismo rezaba a la intención de las necesidades y penalidades de la Iglesia y la patria húngara. Incluía siempre en mis oraciones al Papa, los cardenales y los obispos, los sacerdotes, los enfermos, mi madre, mi hermana, mis seminaristas, cuantos vivían en la búsqueda de la verdad y también a los enemigos, los carceleros, los presos, los fugitivos húngaros, los padres y madres, los jóvenes y la vida familiar húngara”.
Mindszenty, un cardenal en la cárcel, supo unir su dolor humano al de miles de prisioneros de todos los tiempos y en todo tipo de circunstancias. Y ofreció su sacrificio, como sacerdote y obispo, a Cristo, que intercede ante el Padre por la salvación de todos los hombres.
(Las ideas y el texto aquí transcrito proceden del siguiente libro: József Mindszenty, “Memorias”, Luis de Caralt, Barcelona 1976).