Por Arturo Zárate Ruiz

Un sacerdote norteamericano cuestionó recientemente el catolicismo de países tradicionalmente católicos, como los latinoamericanos. Aunque no coincido necesariamente con él, considero que su opinión merece revisarse. Quien quite y pequemos a veces como él lamenta. Que, por ser mayoritariamente católicos, asumimos que todos lo somos; es más, que como ya hemos sido bautizados, damos por hecho que con eso basta, que ya la hicimos; pero que no es necesariamente así. De allí que ese sacerdote nos recuerde lo que se proclama en el inicio de la Cuaresma: “Convertíos y creed en el Evangelio”. Y nos recuerde que, por muy acogedora que sea la Iglesia —que debe serlo—, cada uno de nosotros debemos entrar al Cielo por la puerta angosta.

De considerar su advertencia, me pregunto en qué medida nuestro catolicismo aquí deja de ser una fe y se convierte en mera convención social; en qué medida a muchos nos preocupa la boda pero no el matrimonio, o celebrar los quince años y no la confirmación; en qué medida hay más preocupación por pedirle a un cura que le eche agua bendita a una estampita o a un auto nuevo que en pedirle que eche esa agua a un hijo para bautizarlo, o más preocupación en participar en una procesión vestido de matachín que en ir a misa los domingos y comulgar tras haberse confesado. ¿Hasta qué punto nuestra fe es lo que guía, impulsa y da sentido a nuestras vidas o es más bien vestimenta, tal vez colorida—una costumbrita, una forma de folklore que permite a un extraño identificarnos como “católicos mexicanos” del mismo modo que las cabezas cortadas y reducidas del enemigo, colgando en las casas, le permite identificar a los jíbaros del Perú?

Por supuesto, este problema no es exclusivo de nosotros, también lo sufren muchos norteamericanos. No son escasos los que se preocupan —y hacen bien— por la hermosura y decoro de la liturgia, pero detestan a los forasteros, especialmente a los mexicanos. No pocos presumen de compasivos y, de que tanto lo son, que apoyan a las mujeres en abortar. En cualquier caso, el 69% de católicos norteamericanos cree que la hostia y el vino consagrado son sólo símbolos y no el Cuerpo y la Sangre del Señor. Son católicos de etiqueta y no de convicción.

Pero mi punto no es decirles a los vecinos del norte un “tú también”. ¿Pues cuántos en México al menos tenemos una mínima noticia de la transubstanciación a punto de que al ir a misa, si es que vamos, sabemos qué ocurre? Tal vez resultemos más ignorantes que allende el Bravo, y eso sería muy triste, como lo es que muchos, aunque carguen un escapulario, enseñen a sus hijos eso de “quien no transa no avanza”. Muy “cristianos”.

Por supuesto, vestirse de católicos no es necesariamente malo. De hecho, creemos en un Dios que, al encarnarse, santifica todo lo material. Con todo, sin la santificación, sólo nos quedan los polvos, las sombras, la nada. ¡Démonos cuenta que hemos recibido de regalo un palacio! ¿No habitaremos en él, tal como se debe, como hijos adoptivos de Dios? Jesús sentenció: «Si vuestra virtud no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos».

Seamos pues católicos no de mera etiqueta, sino de verdad. Hagámoslo no sólo porque, de no hacerlo, esté en juego nuestra salvación. Hagámoslo porque ya en este mundo, muchas veces cruel, una fe vibrante es lo único que puede dar sentido a nuestras vidas, y no sólo a las nuestras, sino a las de los demás.

Por ello, conozcamos bien nuestra fe. Tan hermosa es que la llamamos Buena Nueva, un buena y gozosa noticia que nunca cesa de asombrarnos y sorprendernos.

Lo es además porque es fuente de la más firme esperanza en un mundo no sólo mejor, sino perfecto en que viviremos unidos con Dios.

Y también lo es por ser la fuente de la que brota el inmenso amor que nos permite ya desde ahora disfrutar la bienaventuranza de los santos.

Con la gracia de Dios, podemos ya hacer de nuestro mundo uno mucho mejor. No olvidemos que, desde que vino Jesucristo, el Reino de Dios ya está entre nosotros. Gocémoslo tal cual nos lo ofrece. No nos quedemos con meros folletitos, sin entrar en él.

 
Imagen de Robert Cheaib en Pixabay


 

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