Por P. Fernando Pascual

La Cruz de Cristo es el culmen de la salvación, la victoria de Dios sobre el pecado y sobre la muerte, el inicio de una vida rescatada.

Por eso tenemos crucifijos en las iglesias, en nuestras casas, en pueblos y ciudades, en los caminos.

Por eso nos hacemos la señal de la cruz en diversos momentos del día, como un recuerdo del inmenso regalo de la salvación.

En una de sus homilías, san Juan Crisóstomo invitaba a sus oyentes a tomar conciencia de lo que significa la señal de la cruz.

“Que nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la cruz de Cristo”.

Luego explicaba cómo todo lo hacemos y lo pensamos con la mirada puesta en la cruz:

“Todo, en efecto, se consulta entre nosotros por la cruz. Cuando hemos de regenerarnos, allí está presente la cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando se cumple otro misterio alguno, allí está siempre este símbolo de victoria”.

Por eso los primeros cristianos inscribían y dibujaban la cruz “sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre el corazón”.

El santo añadía que la cruz “es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor para con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero (Is 53,7; Hch 8,32)”.

Por eso necesitamos tomar conciencia de lo que hacemos cuando nos signamos: “Cuando te signes, pues, considera todo el misterio de la cruz y apaga en ti la ira y todas las demás pasiones. Cuando te signes, llena tu frente de gran confianza, haz libre tu alma”.

Tras citar un texto de san Pablo, san Juan Crisóstomo invitaba a poner la cruz en nuestros corazones: “No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la cruz, antes hay que grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu frente, ninguno de los impuros demonios podrá permanecer cerca de ti, contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le infligió golpe mortal”.

Los efectos de la cruz son maravillosos si sabemos acercarnos a ella desde una fe auténtica. Así lo explicaba el santo:

“Este signo, en tiempo de nuestros antepasados, como ahora, abrió las puertas cerradas, neutralizó los venenos mortíferos, anuló la fuerza de la cicuta, curó las mordeduras de las serpientes venenosas. […] La cruz salvó y convirtió a la tierra entera, desterró el error, hizo volver la verdad, hizo de la tierra cielo y de los hombres ángeles”.

Quizá en nuestros tiempos algunos sonrían cuando nos vean hacer la señal de la cruz. No debemos temer. Ella es el recuerdo de un don maravilloso que quisiéramos fuera descubierto por todos.

Al hacernos la señal de la cruz, en casa o en el trabajo, en un tren o en un camino de montaña, podemos recordar la invitación de san Juan Crisóstomo a los cristianos del siglo IV:

“Mas nosotros, con clara voz, levantando fuerte y alto nuestro grito, y con más libertad y franqueza si nos escuchan gentiles, digamos y proclamemos que toda nuestra gloria es la cruz, que ella es la suma de todos los bienes, nuestra confianza y nuestra corona toda. Quisiera yo también poder decir con Pablo que por ella el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo (Gal 6,14). […] Por eso yo os exhorto a vosotros, y, antes que a vosotros, a mí mismo, a crucificarnos para el mundo, a no tener nada de común con la tierra, sino a amar nuestra patria de arriba y la gloria y los bienes que allí nos esperan”.

(Los textos aquí reproducidos son de la Homilía 53 de las Homilías de san Juan Crisóstomo sobre el Evangelio según san Mateo).

 

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