Por P. Fernando Pascual
Desde la concepción, nuestras vidas cambian continuamente, muchas veces sin que nos demos cuenta.
Hay cambios en el número de células, en el desarrollo de los órganos y los tejidos, en los modos de comer y de dormir, en el aprendizaje de un idioma o de nuevas ideas.
Hay cambios también en mis decisiones: cada una me configura y orienta hacia horizontes nuevos.
Los cambios pueden ser para peor: una enfermedad, un vicio, una herida recibida en lo más íntimo del alma.
Los cambios pueden ser para mejor: curarse, configurar una virtud, emprender una tarea en la que ayudo a otros y me hace más solidario y más generoso.
Cambiamos continuamente, incluso en las omisiones: lo que dejo de hacer acumula tensiones, genera desorden, provoca daños en otros o en uno mismo.
Por eso, necesito evaluar con frecuencia qué cambios se han producido en mi vida, cómo me afectan, cuáles dependen de mí y cuáles no están bajo mi control.
Al evaluar los cambios, resultará posible comprender la trayectoria que toma mi vida, el tesoro que almacena mi corazón.
Siempre puedo buscar ayuda en buenos consejeros, para que me asesoren a la hora de escoger aquellas acciones y aquellas amistades que me lleven a cambios buenos.
Puedo, sobre todo, pedir a Dios que oriente mi mente, que enamore mi corazón, que me guíe antes de tomar nuevas decisiones.
Desde una reflexión profunda, desde un corazón abierto al bien y la belleza, desde la ayuda de Dios y de quienes me aconsejan sabiamente, podré orientarme en medio de tantos cambios para conseguir la meta que da sentido a toda la existencia humana: el encuentro con un Padre que me ama…