Por Raúl Espinoza Aguilera
De pocos autores se puede decir que poseían una alegría y buen humor que parecía que “les salía por los poros”. Tal es el caso del genial escritor inglés Gilbert K. Chesterton (1874-1936). Dando una conferencia, escribiendo un libro o un artículo despertaba carcajadas. En cierta ocasión, dando una plática, comentó: “No soy tan gordo, lo que sucede es que este micrófono, como las lupas, está amplificando mi gordura”.
Recuerdo haber leído “La Esfera y la Cruz” y “Ortodoxia” y me gustaron mucho por proceder de un intelectual con convicciones firmes. Otras obras notables son: “El Hombre que fue Jueves”, “El Hombre Eterno”, “Napoleón de Notting Hill”, pero su personaje más famoso es el Padre Brown, un sacerdote católico de apariencia ingenua, pero con una enorme agudeza psicológica, como se dice coloquialmente “con el colmillo bien retorcido”.
Este escritor decía que la gran aportación del cristianismo al mundo era la alegría. Ante esta afirmación, viene a mi memoria el Papa Juan Pablo I (ahora Beato), el llamado “El Papa de la alegría o de la sonrisa”, quién escribió un pequeño libro titulado “Ilustrísimos señores”, que tiene precisamente ese enfoque: que el lector pase un divertido rato con su lectura. En su tiempo fue un best seller.
He meditado mucho esta afirmación de G. K. Chesterton que el mundo ha recibido del cristianismo: la alegría. Recordaba una escena de la película “El Padrecito” con Cantinflas como protagonista. En el pueblo donde lo destinan se encontró con la férrea oposición del típico cacique anticlerical y tienen un singular diálogo:
–Oiga, Padrecito, veo que usted tiene sentido del humor.
–¡Claro! –le responde con agilidad Cantinflas, ¿o usted creía que los curas somos unos amargados?
Y el cacique le replica en tono burlesco:
–Es que como ustedes adoran a un Dios muerto.
Con rapidez, le comenta al cacique:
–Viera que estamos muy contentos –con un aire de pillería.
–¿Cómo? ¿Por qué? –responde desconcertado el cacique.
–¡Nuestro Dios ya resucitó! ¿Qué no lo sabía?
Y el cacique de inmediato cambia de tema de conversación.
En la segunda parte de la película, el padrecito organiza una fiesta popular para conseguir fondos para la parroquia, incluyendo una corrida de toros. Pero el cacique quiere que la corrida sea un fracaso y soborna al torero para que a última hora llame por teléfono y diga que sufrió un grave accidente y está fracturado.
Pero lo que nadie imaginaba es que el padrecito saldría a torear. Al principio crea desconcierto, pero poco a poco la multitud se percata que es un diestro con la muleta. Y da una faena formidable que hasta el mismo cacique reconoce que el padrecito es un buen torero. Y el padrecito sale a hombros y por la puerta principal de la plaza.
Luego, arregla el matrimonio del hijo del cacique con la sobrina del párroco, teniendo una conversación pastoral, como era su papel. Todo el argumento de la película es presentar a un sacerdote noble, generoso, alegre, piadoso (a su manera) y que busca que el párroco -mayor de edad-, no sea removido y sustituido por él mismo. Y al final lo logra.
Termino con una cita de Gilbert K. Chesterton: “La risa es el lenguaje común de la humanidad”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de abril de 2024 No. 1501