Por P. Fernando Pascual

En cierto sentido, cada momento de la jornada está en mis manos: yo decido lo que hago o lo que dejo de hacer “ahora”.

Pero en muchos momentos sentimos que nuestras acciones están bajo presiones que nos “obligan” y condicionan.

Esas presiones pueden ser del trabajo: tengo que terminar este informe que necesitan en la oficina.

Pueden ser de la familia: hay que ir a visitar al tío que está en recuperándose de una operación.

Pueden ser de un compromiso periódico: cada mes hay que hacerse ese análisis que ha pedido el médico.

Cuando llega un momento “sin presiones” (si es que llega), me dio cuenta de que lo que haga ahora solamente lo decido yo.

¿Cómo emplearé este momento? ¿Será tiempo perdido ante la televisión o la pantalla de un tablet? ¿Será tiempo empleado en leer un periódico que me deja más confundido? ¿Será tiempo que me permitirá una llamada a un conocido de quien no sé nada desde hace meses?

Tengo ahora un momento entre mis manos. No hay urgencias, no hay prisas, no hay formularios que rellenar, no hay que asear platos ni alfombras.

Ese tiempo es como un tesoro si lo empleo para amar, si lo invierto en la búsqueda de lo único importante, si me ayuda a abrir el corazón a la escucha de un Dios que es mi Padre.

El reloj no se detiene. El momento puede desperdiciarse si no decido emprender algo bueno. El momento será fecundo si me lanzo a acoger amor para luego ofrecerlo a esa persona que aparece, casi por sorpresa, entre mis recuerdos…

 
Imagen de StockSnap en Pixabay


 

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