Por Arturo Zárate Ruiz
El impío Marx dijo «la religión es el opio de los pueblos». Enemigos de la fe, como él, afirman que nos adormece y lleva a olvidarnos del más acá por preocuparnos sólo del más allá. Que algunos herejes se duerman, como los quietistas y los alumbrados por su «suspensión ociosa de pensamiento», su «no hacer más de dejarse a que Dios obre y no ellos», según ha censurado la Iglesia, no significa que los católicos holgazaneemos. Nosotros, como prescribió san Benito, «ora et labora». Justo por preocuparnos muy seriamente en el más allá es que nos esforzamos por mejorar el más acá. Si los antirreligiosos nos confunden con los quietistas es porque no nos creemos las promesas de aquéllos de alcanzar un mundo perfecto en este aquí y ahora, es decir, no nos creemos sus utopías. De hecho, por negar aquéllos un más allá, quieren conseguirlo con prisas en el más acá (he allí sus utopías) pero sin resultados; o simplemente por no esperar la recompensa eterna, ellos sí se echan a dormir, como lo veremos adelante.
Lo perfecto sólo lo hallaremos en el más allá, en la Ciudad de Dios como dijo san Agustín, no en el más acá. Lo que no quiere decir que no podamos, ni debamos, ni nos esforcemos por mejorar el aquí y el ahora. Hacerlo, en alguna medida, nos permite entrar a dicha Ciudad. Lo que no ven, o no quieren ver los impíos, es que, aun alcanzando el mejor paraíso mundano, éste no es más importante ni de ningún modo superior el Cielo esperado. Y sabemos que cualquier paraíso mundano que se nos venda (aun el mejor) como superior a la unión con Dios, es una gran mentira.
Mienten, por ejemplo, muchos ideólogos, como los nazis y los marxistas. Los primeros prometieron el “Tercer Reich”, mil años que garantizarían a los alemanes la supremacía. Los marxistas aun prometen el paraíso material al “pueblo”: abundancia, no según el esfuerzo, sino lo que sólo desees como “clase trabajadora”. Además de prometer falsedades, incitan diabólicos odios contra “razas” distintas a las germánicas o contra quienes no somos ni obreros ni campesinos. A esto hay que agregar que el “paraíso” que prometen no se alcanza con el esfuerzo, con el trabajo, sino con la revolución, la guerra, robando a los ricos y las dádivas.
El atajo de muchos líderes mentirosos son las dádivas gubernamentales. No niego que hay casos en que algunos merecen y necesitan ésas. Pero, de cualquier modo, si la mayoría de la población no se esfuerza ni trabaja, sino espera limosnas, no habrá dinero para éstas. ¿Para qué trabajar si el pillo en turno me dará un cheque? Y, aun habiendo dinero, sería limitado. Si tengo 10 pesos, no podría hoy comprarle a mi nieta con ellos una manzana y una pera. Me alcanzaría sólo para una de las dos. Por tanto, de prometerle más, o me endeudo o incumplo mi promesa.
Dejemos a un lado las mentiras, las utopías. Pongámonos a trabajar.
Y hagámoslo, entre otras cosas, con inteligencia. En alguna medida, los países ricos lo son por el valor agregado a lo que producen por sus conocimientos. Son buenísimos los albañiles, pero se contratan ingenieros para construir un gran puente. Éstos saben no sólo de aritmética, también de geometría analítica, y no hablemos de cálculo integral. Preparémonos para trabajar mejor.
Apegarnos además a mejores estándares morales contribuye a las mejoras materiales. No es que no haya corrupción en ciertos países ricos (la hay), pero no en el nivel de muchos países pobres. Dudo que en la elogiada Dinamarca se crean tanto como en México eso de que «el que no transa no avanza». Ciertamente, en contraste, algunos de esos países desarrollados se encaminan a la extinción por ser antinatalistas. Con sus abortos y sus leyes antifamilia, ya no hay niños allí.
También, cuando estos pueblos muy satisfechos se olvidan de Dios, se tornan tristes, aunque presuman de contentos. He allí su arte. De él dice Juan Manuel de Prada: «la falta de sentido, la celebración del caos, la exaltación festiva de las pasiones más destructivas se convierten en los tópicos predilectos de la literatura contemporánea».
No así cuando gozamos de la gracia y la esperanza cristiana. Con esa gracia, nuestro esfuerzo aquí y ahora nos permite saborear un anticipo de la gloria eterna.