Por Mauricio Sanders

Para ser un buen animal político hay que ser histórico y, para ser histórico, hay que ser poético y filosófico. Por ejemplo, elegir por voto secreto, universal y directo al Ciudadano Presidente de la República es una flor rara y delicada, que se desarrolló bajo circunstancias altamente improbables y en un soplo podría desaparecer.

Por singular fortuna, que un abrir y cerrar de ojos podría cambiar, México todavía no ha soportado tiranos como los que inspiraron Yo el Supremo de Roa Bastos o El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias. Sin embargo, ha tenido monarcas efímeros: Agustín I y Maximiliano, que cargaron con el título de emperadores.

Su título no fue megalomanía hueca, sino indicio de que entendían dónde estaban. Llamándose “emperadores” aceptaron que, al asumir el trono, no había nación mexicana que regir, sino pueblos diversos, unidos no más que por el catolicismo y el español, que en muchos lugares era segunda lengua. Fue su manera de decir, en idioma de antaño, lo que ahora dice el Artículo 2o de la Constitución mexicana: éste es un país pluricultural, aunque hoy menos que en siglo XIX.

Ambos emperadores pretendieron ser como primeros auxilios para una cosa pública que parecía necesitar últimos sacramentos: Agustín lo fue para un recién nacido y Maximiliano, para una niña. Antes de Agustín y Maximiliano, hubo un plan para que México tuviera rey. A diferencia de los gobiernos de esos soberanos malogrados, aquel plan no fue concebido en la sala de urgencias: era cirugía planeada.

El plan aparece en una memoria reservada que el Conde de Aranda envió al rey Carlos III, después de firmar como ministro plenipotenciario los Tratados de París de 1783, mediante los cuales Inglaterra reconoció la independencia de Estados Unidos y acordó la paz con Francia y España, que auxiliaron a las trece colonias que poseía en el Nuevo Mundo. El preámbulo del plan de Aranda dice:

Estados Unidos es “república federal que ha nacido pigmea, pero día vendrá en que llegará a ser gigante y aun coloso formidable” en América. “Entonces su primer paso será apoderarse de las Floridas” y, dominando así el Golfo de México, es decir, el paso hacia Europa, “aspirará a la conquista” de lo que hoy es nuestro país. Como es archisabido, precisamente eso sucedió, por lo menos en la mitad despoblada de aquella inmensa Nueva España.

Para evitar los males que Aranda veía venir, su plan proponía dividir las posesiones americanas de la Corona española, para establecer tres grandes monarquías: una en México, otra en Perú y otra en los territorios de Colombia, Ecuador y Venezuela. De acuerdo con el plan, los reyes hubieran sido infantes de España, tomando el monarca español el título de emperador. Entre ellos mismos y con la metrópoli, los tres reinos hubieran quedado unidos por relaciones de mutua ayuda y sostén.

Con el Plan de Aranda, los países de la América española pudieron haberse hecho independientes como Australia y Nueva Zelanda se hicieron del Reino Unido. Sin embargo, Carlos III no tomó en consideración la idea de su ministro, que hoy nada más nos sirve para cobrar conciencia de que, por capricho del destino, elegimos presidente, en vez de acatar a un rey o temblar bajo un tirano. La fortuna puede mudar. La moneda está en el aire.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de abril de 2024 No. 1501

 

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