Por P. Fernando Pascual
Pensar y hablar sobre la existencia de Dios invita a un compromiso, pues todo se ve de otra manera según lo que se concluya sobre el tema.
Porque, como ha sido observado, todo cambia si uno admite la existencia de Dios o si la niega.
En otras palabras, las discusiones sobre Dios no giran sobre temas que no tienen luego mayores consecuencias en la propia vida.
El tema Dios se convierte, entonces, en algo que involucra la propia vida, sea porque permite comprender mejor su significado, sea porque abre (o cierra) un espacio a la esperanza.
Los argumentos, por ello, tienen un valor único, pues abordan un asunto de enorme importancia y con tantas aplicaciones.
Esos argumentos serán mejores o peores. Los primeros ayudan a dar una respuesta más cercana a la verdad. Los segundos pueden crear obstáculos y desorientaciones, incluso errores al llegar a conclusiones sin fundamento.
Hay quienes muestran poco interés por el tema, como si no tuviera relevancia. En realidad, quienes prefieren no enfrentarse a la pregunta sobre Dios, dan una respuesta implícita de desinterés, que también tiene sus implicaciones.
Dios, ¿existe? ¿No existe? Si existe, la vida reviste un sentido íntimo, pues cada existencia procede del Dios creador y adquiere su sentido en el encuentro, tras la muerte, con Él.
Si no existe, el mundo aparece como resultado de fuerzas casuales, sin sentido, sin proyecto, sin metas. Un día aparecimos desde elementos químicos y reacciones, y otro día desapareceremos en la nada.
Al pensar sobre la existencia de Dios, ponemos sobre la mesa no solo nuestro modo de pensar, sino también nuestro modo de ver las cosas y de comportarnos.
Vale la pena, por ello, plantearnos las preguntas: ¿existe Dios? ¿Qué puedo saber de Él? ¿Cómo se relaciona con la existencia humana? ¿Se interesa por nosotros? ¿Vale la pena reconocerlo como Creador y Padre?
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