Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Que los seres humanos tenemos igual naturaleza, que estamos dotados de inteligencia y libre voluntad y que, por lo mismo, todos, sin excepción alguna, poseemos la misma dignidad y el mismo valor, tal es el principio que fundamenta las declaraciones de los derechos humanos, hondamente arraigado en la cultura moderna y reconocido de manera universal.

Bien podemos afirmar que vivimos en una pacífica posesión de este principio igualitario y que, como principio, nadie lo pone en duda. Otra cosa es la práctica, la conducta y la actividad, donde se transgrede sin escrúpulo alguno y de manera permanente.

En teoría, todos somos iguales; en los hechos, todos somos diferentes. Pero examinadas a la luz de la química, la sangre de un rubio de Boston, de un negro de Sudáfrica, de un amarillo de un barrio de Pekín y de un moreno de Xochimilco, todas las sangres tendrán los mismos sustanciales componentes. No hay ni superhombres ni infrahombres. Esencialmente somos iguales, así los accidentes secundarios nos distingan, como que el hombre no fue hecho a máquina ni en serie, ni bajo el mismo molde. El hombre, esta igualdad que no se repite.

Sucede que reconocemos sus derechos a la persona que pertenece a nuestra misma cultura, lengua, clan, religión y partido político. Si, por el contrario, profesa distinto credo, es de raza diferente, tiene otra posición económica y una diversa ideología política, entonces surgen las actitudes y prácticas racistas y xenófobas que han cundido en este fin de siglo. Blancos contra negros, europeos contra africanos, centristas de izquierda contra centristas de derecha, mediocreyentes contra medioateos, machistas contra feministas, rubios rizados contra prietos lacios, nacionalistas contra extranjeros, documentados contra indocumentados, sin faltar ricos voraces contra empobrecidos esqueléticos.

Atravesamos por un momento peligroso de la historia ya que preferimos la cultura de la uniformidad a la cultura de la pluralidad. Preferimos la uniformidad por más fácil —cada oveja con su pareja—, sin violentarnos para ceder, para comprender, para convivir, lo que supone abandonar vanidad, orgullo, racismo e intolerancia.

Si vivimos en un mundo plural, cada vez más diverso, que jamás será homogéneo ni igualitario, tócanos esforzarnos por llevar al ámbito de la educación, la cultura del pluralismo y de la diferencia como base de una convivencia pacífica entre personas, grupos y naciones. Pasar del monólogo clasista al diálogo abierto con los demás.

Todo hombre, mi hermano. Tal sería la ética y la mística de quien quiera ser, hoy, no un ratón en su agujero, sino un verdadero ciudadano del mundo.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 27 de noviembre de 1993.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de mayo de 2024 No. 1507

 

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