Por Rebeca Reynaud

Un judío converso, Roy Shoeman, decía que, en el momento cumbre de su conversión, comprendió que todo lo que le había pasado desde su infancia, era Voluntad de Dios: sus padres, su educación, su carrera, sus amistades, etc.

Nosotros podemos repasar nuestra vida y decir, con gozo: “Te doy gracias, Señor, por el momento de mi concepción, gracias por los nueve meses que estuve en el seno de mi madre, gracias por mis primeros diez años…, gracias por los años que me has dado de vida”.

Frente a los beneficios divinos podemos corresponder con las acciones de gracias, que es una Norma de siempre. Tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios: La Santa Misa diaria (los ortodoxos no comulgan todos los días), la constante compañía de Jesús y de la Virgen, nuestro Ángel custodio, la filiación divina, la vocación, la Iglesia, las amistades, etc.

La mayor deuda de gratitud la tenemos para con Dios, y después de Dios, con los padres.

Los Padres de la Iglesia indican cuatro motivos de agradecimiento a Dios: por la Creación de todas las cosas; por su Conservación constante y la Providencia especial sobre los hombres; por el inmenso beneficio de la Redención; y, finalmente, por nuestra llamada a la fe verdadera y a la vocación que cada uno ha recibido.

San Buenaventura señala tres grados en esta virtud. Un alto grado de la gratitud consiste en ponderar y agradecer los bienes naturales del cuerpo; en un segundo grado más alto se ponderan y agradecen los dones naturales del alma; y, por último, el grado más alto consiste en valorar y dar gracias con frecuencia por los dones gratuitos y sobrenaturales del alma (Sobre los grados de la virtud, VII, 20).

Algunas veces conocemos esos beneficios. Otras veces, no nos damos cuenta, por eso hay que dar gracias por todos los beneficios conocidos y desconocidos. El Señor le dijo a Gabriela Bossis: “Dame las gracias por tener una naturaleza tan llena de defectos, porque esto puede procurarte méritos”. (1940 in fine).

Las personas agradecidas ven todo como un don y son felices. En la vida interior, ¿de quién será la victoria? Juan Pablo II decía: De quien sepa acoger a Dios. Los santos valoran tanto la gracia que quieren corresponder. Si hacemos las cosas a fuerzas, acaba tronando el mecanismo. El que más puede es el que se siente amado. Si de entrada no hay agradecimiento, hay que ir a la raíz, pues Dios nos ha curado de locuras y de enfermedades. Los santos se asombran ante la grandeza del amor de Dios… Si hay algo bueno y noble en nosotros, se lo debemos al Señor, decía nuestro Padre. La gratitud es la expresión más alta de la vida interior.

Los evangelistas han conservado las dos oraciones más explícitas de Cristo y cada una de ellas comienza con la acción de gracias: Jesús bendice a su Padre porque ha escondido los misterios del Reino a los que se creen doctos y los ha revelado a los “pequeños” (Mt 11, 25-27) y la segunda oración es narrada en el pasaje antes de la resurrección de Lázaro: “Padre, yo te doy gracias por haberme escuchado” (Juan 11, 41-42.).

San Pablo escribe: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda suerte de bendición espiritual en los cielos en Cristo; así como nos eligió en Él antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e inmaculados en su presencia” (Efes 1, 3-4).

Dice Benedicto XVI: sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la liturgia de la acción de gracias, la Eucaristía.

“Padre lleno de amor, que nos concedes siempre más de lo que merecemos y deseamos, perdona misericordiosamente nuestras ofensas y otórganos aquellas gracias que no hemos sabido pedirte y tú sabes que necesitamos” (Oración colecta del Domingo XXVII de la semana del tiempo ordinario).

 
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