Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La imagen y semejanza con Dios, que constituyen el fundamento y raíz de la dignidad humana, se manifiestan y expresan en la posesión de un alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de libre voluntad; con Dios comparte esos atributos divinos que, cuando son bien usados, asemejan más y más la creatura a su Creador hasta compartir, en alma y cuerpo, la plenitud de Dios. En el cristianismo todo este proceso es iniciado y acompañado por la gracia de Dios, que nos trajo Jesucristo nuestro señor. En verdad, esta dignidad humana merece el calificativo de infinita.
EL SER HUMANO INTEGRAL
1° En esta visión de la dignidad humana, la iglesia tiene a la vista la totalidad del ser humano, hombre-mujer, alma y cuerpo, barro y soplo divino, temporal y eterno, porque Cristo es “Dios y hombre verdadero”, Redentor del hombre, es decir de toda la humanidad. La dignidad humana que proclama la Iglesia abarca, tanto el alma espiritual como el cuerpo terrenal. La antropología cristiana es integradora. Esto es lo que no entienden los que niegan a la Iglesia su responsabilidad en la tutela del hombre en su totalidad. Es la iglesia del Verbo encarnado. Salvaguardar la dignidad humana es, en la iglesia, tarea fundamental. Es su identidad.
CRISTO, NUESTRO HERMANO
2° En el evangelio aparece Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, acompañando al hombre en todas las dimensiones de su existencia: nacimiento, desarrollo, servicio, trabajo, sufrimiento compartido y entrega voluntaria de su vida para manifestar el amor al Padre y la Verdad de su doctrina. Vino Cristo a “cargar con nuestros dolores” y a liberarnos de toda esclavitud humana, política, religiosa y social. Su doctrina y ejemplo trasformó la “verdad sobre el Hombre” y nos hizo hermanos suyos e “hijos de Dios”. En Cristo, todo ser humano, es hermano.
LA GLORIA DE DIOS
3° Una obra de tal envergadura, no era para tirarla al basurero del desierto, como los huesos de Ezequiel. Tras la creación maravillosa, vendría la redención más maravillosa aún, coronada con la Resurrección de Cristo, “primicia de todos los que mueren en el Señor”. Sin resurrección, todo lo anterior, es vaciedad. El alma inmortal vuelve a encontrar en el cuerpo glorioso su lugar y su reposo. “La gloria de Dios es el hombre que vive, y la vida del hombre consiste en la visión de Dios”, enseñaba san Ireneo.
Esta es la grande oferta del Evangelio de Jesucristo. Cuando el imperio romano le comenzó a poner atención, comenzó a inquietarse. Unos, los esclavos y los pobres, de alegría; los otros, de temor. A lo largo de la historia, la Iglesia viene proclamando esta buena nueva, pero como aparece clavada en el árbol de la cruz, los librepensantes de siempre le repiten escandalizados, como a Pablo en el areópago: “Te oiremos otro día”.
Es verdad: Cada persona está llamada a abrazar libremente el bien y, en esa medida, su dignidad puede manifestarse, crecer y madurar libre, dinámica y progresivamente. Esto significa que cada cristiano debe esforzarse por vivir a la altura de su dignidad. Pero también es cierto que el pecado puede herir y ensombrecer esa dignidad humana, y llevar una vida moralmente indigna, acto perverso sin duda, pero nunca podrá borrar la dignidad creatural, pues la recibió de Dios.
Esta permanencia indeleble de la dignidad humana, como está cimentada en el propio ser humano, se llama ontológica, y aparecerá dondequiera que esté un ser humano, “sin importar condición alguna”. Ninguna circunstancia, por penosa o débil que sea, puede hacer que un ser humano deje de poseer su infinita dignidad.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de mayo de 2024 No. 1504