Por Rebeca Reynaud
El Año de la Oración fue convocado por el Papa Francisco con el fin de promover la oración diaria en la vida de los fieles, en preparación al Jubileo de 2025.
Es de particular importancia ponernos en presencia de Aquel con quien hemos de hablar. Si cuidamos con esmero y con amor, estos primeros momentos, si nos situamos de verdad delante de Cristo, la aridez desaparece. Podemos empezar con esta oración: “Señor mío, y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves y que me oyes. ¡Te adoro con profunda reverencia! Te pido perdón de mis pecados, y gracia para hacer este rato de oración. ¡Madre mía Inmaculada! ¡San José, mi Padre y Señor! ¡Ángel de mi guarda! Intercedan por mí.” Y ahora que hemos saludado al Señor, le hemos adorado y pedido perdón, hemos pedido la ayuda de la Virgen, de San José y de nuestro Ángel custodio, le hablaremos de todo lo nuestro: alegrías, penas, trabajo, deseos y entusiasmos… ¡De todo! Y junto a Él, incluso cuando no sabemos qué decirle, nos llenamos de paz, recuperamos las fuerzas, y la cruz se torna más liviana porque ya no es nuestra: Cristo nos ayuda a llevarla.
Los Apóstoles trataban a Jesús con toda sencillez, como a un amigo, o más aún, como a un Padre. El mismo Dios estaba allí, junto a ellos, tratándoles de tú a tú, en el más divino de los diálogos humanos.
La conversación era frecuente y se establecía con ocasión de los sucesos más ordinarios. El Señor les enseña que deben hacer oración, del mismo modo como hablaban con Él.
Nuestro trato habitual con Dios no debe diferir del que tenían los Apóstoles con Jesús. Dios nos ama tal y cual somos, y quiere que lo experimentemos. El camino de la oración es único y personal. Cada ser humano tiene una manera particular de relacionarse con Dios. El Señor se da libre y gratuitamente al hombre, aunque se requiere cierta iniciativa y actividad del ser humano.
Todo alrededor nuestro grita esa presencia de Dios, esa cercanía que invita al diálogo: “Señor, ¡qué grande eres! ¡Qué hermosa es tu creación!”. El hombre tiende por naturaleza al diálogo, y cuando no se establece esa comunicación con alguien, se establece con uno mismo.
El amor de Dios es un amor de amistad, y esa amistad se afirma como todas las amistades de la tierra, con el trato. ¿Pero es que yo no lo veo? Allí está el mérito. El primer presupuesto para ese trato es la fe, creer que Dios está junto a nosotros y que está interesado por nosotros.
Un hijo de Dios nunca está solo, está siempre en presencia de quien ama. Como un enamorado, cuando está lejos de la amada, la tiene de algún modo presente. Cristo se alegra de que le hablemos, de que lo tengamos en nuestro pensamiento.
Un hombre de Dios tiene la costumbre de referir todo al Señor, lo pequeño y lo grande, lo grato y lo costoso, como una mujer seglar, Luisa Picareta, que le dice a Dios “Haz de mi lo que quieras, mi vida es tuya, y de la mía no quiero saber nada más”.
Santa Catalina de Siena le preguntó al Señor cómo conocerlo y amarlo más. Jesús se le aparece y le dice:
– Hija mía, ¿sabes quién eres tú y quien soy yo? Si lo sabes serás infinitamente feliz. Tú tienes que saber que eres la que no es, y Yo, el que es. Si guardas este conocimiento en el fondo de tu alma, el demonio jamás te podrá engañar, y evitarás así todas sus trampas, todos sus engaños, y sin sufrir por eso. Nunca harás algo que se oponga a mis mandamientos, y descubrirás todos los dones de la gracia y todas las virtudes del amor.
La conversación íntima le agrada a Jesús; ese coloquio sustrae de la atmosfera agobiante del yo. La oración siempre es fructuosa y Jesús agradece con gran generosidad el rato en que Le hemos acompañado.
La vida interior es vivir en el interior de nuestra alma, que se traduce en más Rosarios y menos llamadas telefónicas o menos chats.
Enseña el profeta:
“Los que confían en el Señor renuevan sus fuerzas, levantarán alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán” (Isaías, 40,31).
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