Por Arturo Zárate Ruiz

Sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad son dones del Espíritu Santo tal vez no difíciles de pensar al contemplar a Jesús, «manso y humilde de corazón». ¿Pero el temor de Dios? Si es tan misericordioso y amoroso, ¿por qué tenerle miedo?

Me lo pregunté frente al portal de la Parroquia de Cristo Rey en Monterrey, con inscripciones en latín. Cita el pasaje del Génesis, cuando Jacob cayó en cuenta de que, justo donde durmió, estuvo él en presencia de Dios: «terribilis est locus iste hic domus dei est et porta coeli». Eso de “terribilis” lo traducen a veces como “digno de todo respeto”, otras como “terrible”, que causa “terror”. En cualquier caso, el texto que precede a dicha cita siempre dice «tuvo miedo».

Hablemos, pues, del temor de Dios. Puede entenderse al menos en tres maneras válidas.

Hay el temor servil. Le temo a Dios porque me puede castigar si me porto mal: Infierno eterno. Sin negar que este miedo, por muy imperfecto, puede conducir a la conversión, hay que hacer algunas precisiones. En cierto modo, Dios no es quien nos manda al Infierno. Somos nosotros mismos que vamos allí al rechazarlo. Y los castigos infernales no tenemos que esperarlos en el más allá. Ya se dan aquí, como con el Grinch, quien prefiere amargarse a celebrar Navidad.

Hay el temor amoroso. Es el de los enamorados. No se reduce de ningún modo a temer disgustar al querido, sino temer además no poder ofrecerle lo mejor, en el caso de Dios, nunca nada digno de provenir sólo de nosotros mismos, porque, comparados con su infinita majestad, no somos nada. De allí el encogimiento de Juan Apóstol, quien se resistía entrar a la tumba de Jesús por no sentirse digno de ello; o el atolondramiento de muchos discípulos de Jesús cuando se les apareció ya resucitado: no sabían qué hacer. Quien ama, teme no amar de la mejor manera. Y este temor es el principio de la sabiduría, como se lee en Proverbios. Ese temor nos permite reconocer humildemente nuestra pequeñez y asombrarnos de la grandeza de Dios. Y aunque indignos, por amor procuramos crecer en la virtud, ser mejores para nuestro amado.

Ahora bien, ese temor a Dios por su infinita majestad claro que causa miedo, lo amemos o no, una vez que nos damos cuenta de ésta, como cuando Jacob supo de la presencia del Altísimo: «tuvo miedo». Lo hizo también Isaías:

«¡Ay de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros y vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al rey, Yavé de los Ejércitos!»

Incluso ese miedo lo viven los serafines, los ángeles más cercanos al mismo Señor. Era para ellos demasiada esa cercanía, por lo que se cubrían el rostro con sus alas:

«Había serafines. Cada uno de ellos tenía seis alas: con dos se cubrían el rostro, con dos los pies y con las otras volaban. Y gritaban, respondiéndose el uno al otro: “Santo, Santo, Santo es Yavé de los Ejércitos, su Gloria llena la tierra toda”».

Lo hizo Moisés al reconocer al Poderoso en la zarza ardiente que no se consumía: «Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tenía temor de mirar a Dios». Todavía los judíos se cubren la cabeza al entrar a la sinagoga.

Y este miedo no se reduce al Antiguo Testamento. Se presenta también en el Apocalipsis. Allí leemos que un espíritu procedente de Dios provocó gran espanto entre los que miraban. Es más, durante la Anunciación la misma María se turbó ante la terrible presencia de un arcángel, quien tuvo que tranquilizarla, «no tengas miedo», turbación que pudo haber sido infinitamente superior de mirar al Padre mismo.

Guardadas las proporciones, acercarnos a Dios debe ser para nosotros como aproximarnos a un cable fulminador de alta tensión, cosa de harto miedo. Por supuesto, Dios se hizo Hombre, entre otras razones, para hacérsenos accesible. Pero no olvidemos que el es el Santo de Tremenda Majestad. Ni olvidemos sobre todo que, quien bien ama, reverencia a su Amado.

Hagámoslo en el templo. Como lo reconoció Jacob, «terribilis est locus iste». Hagámoslo ante el Santísimo. Postrémonos, adorémoslo, comulguemos en estado de gracia. Reverenciemos a nuestros sacerdotes que actúan in persona Christi. Honremos inclusive al menor de nuestros hermanos pues también él ha sido hecho a imagen de Dios.

 
Imagen de Aaron Cabrera en Pixabay


 

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