Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

  1. El misterio de la vida de Cristo que llamamos la “ascensión”, se refiere a la actual situación de Cristo resucitado, sentado a la derecha del Padre, coronado de gloria y de poder y, en relación con nosotros, Señor del universo y cabeza de la Iglesia, intercediendo por nosotros.
  2. Cristo subió al cielo porque antes había bajado del cielo, pues nadie puede subir al cielo sin antes haber estado allí. Su subida —ascensión— al cielo culmina su obra redentora: la presenta ante el Padre, intercediendo así por nosotros. Cristo glorioso conecta el cielo con la tierra, y, al decir de san Pablo, nosotros, los creyentes en él, somos colmados de su “plenitud”, es decir, de la superabundancia de sus dones y de su misma vida divina. Así que ahora, por los méritos de Cristo glorioso y de su intercesión ante el Padre, su misma vida gloriosa, dotada de inmortalidad, se nos comunica por medio de su Espíritu en su Iglesia, en su palabra y en sus sacramentos.
  3. Jesús, para explicar a sus discípulos este riquísimo misterio, usó la comparación de los sarmientos en la vid, donde éstos reciben toda su vida y su capacidad de dar fruto. San Pablo usa una figura mucho más arriesgada, la de la Cabeza y de los miembros. Cristo es nuestra Cabeza gloriosa que infunde su vida inmortal en nosotros, que somos sus miembros. A él nos adherimos por la fe y los sacramentos, de modo que no sólo tenemos el sitio que él nos fue a preparar, sino que ya estamos “sentados con Cristo” en el cielo (Ef 2,6). Aquí se funda nuestra esperanza.
  4. Esta verdad de fe, extraña quizá para muchos, ya la habíamos escuchado en la celebración del bautismo. Los Padres antiguos, conocedores de las imágenes bíblicas, nos enseñaron que los bautizados somos “engendrados” del agua y del Espíritu santo en el vientre maternal de la Iglesia; y también que hemos sino “injertados” en Cristo muerto y resucitado, y recibimos la vida nueva de resucitados. Grandes y admirables son todos los misterios de nuestra fe.
  5. Esta vida nueva que Cristo nos regaló con su obra redentora, muy en particular con su resurrección, toca nuestro ser en plenitud. Cristo no vino a salvar “almas” separadas del cuerpo, como si fueran avecillas volando solas, sino que vino a salvar al hombre entero, cuerpo y alma. Dice el credo: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo”. Salvó a los hombres enteritos, es decir, cuerpo y alma unidos en un nuevo ser llamado hombre o mujer. Por eso tomó un cuerpo y un alma humana, en la unidad de su persona divina, y así es Dios y hombre verdadero. Él es el Redentor del hombre. No hay otro.
  6. Esta carne y esta sangre, esta alma y este cuerpo lo tomó Jesús “de una mujer”, es decir, de esta creación, de la cual el hombre-mujer fueron hechos custodios y parte de ella por el Creador. Así, “la creación entera”, no sólo es escenario teatral del drama humano, sino que todo el escenario, el universo entero, forma parte del designio creador de Dios, y le importa a Dios como le importa el mismo ser humano colocado y responsable de él. Por eso hizo al hombre a su imagen. En una palabra, Cristo resucitado, asumió no sólo al ser humano, sino a toda la creación en su carne, y la transformó en su cuerpo glorioso —esto es lo que se realiza ya sacramentalmente en la santa Eucaristía—, y la transformará en el nuestro, junto con toda la creación en la resurrección final. Misión del cristiano y de la Iglesia es restituir toda esta creación maltratada por el pecado, saneada y glorificada al Padre. ¿Quién puede negar a los cristianos el deber y el mérito de trabajar por mejorar nuestro mundo, saneándolo de la pestilencia del Maligno?

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de junio de 2024 No. 1511

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