Por Mauricio Sanders
No amo mi patria, pero amo algunas figuras de su historia con amor que me hacer querer llorar, rabiar y rezar. Amo, por ejemplo, a San David Uribe, natural de Buenavista, al norte del estado de Guerrero.
La primera noticia que se tiene de san David es cuando, de seminarista, aparece en un rodeo, montado sobre un novillo. Viaja a Tabasco, donde se encuentra con la catedral tomada por las tropas del gobierno, decenas de botellas de licor sobre la mesa del altar y un caballo revestido con casulla y mitra. Escapa a Coatzacoalcos pero su barco naufraga. Una sirvienta lo salva de ser entregado a la policía.
Ya de regreso en su tierra, con unos zapatistas que estaban a punto de ejecutarlo, sostuvo este diálogo:
–¿Y qué, padre? ¿Qué no ve que lo vamos a fusilar? ¿No tiene miedo? –preguntó un sargento de dientes podridos.
–¿Miedo? No. Yo siempre viajo con armas” –contesta el sacerdote de Guerrero, donde calentanos y costeños de la Costa Grande y de la Chica van armados a los bailes porque el arma es parte del traje de un hombre, como las botas de cocodrilo y el sombrero de piel de avestruz. Pero San David Uribe no traía pistola, sino que se sacó del cinto un crucifijo de metal.
–¿Y qué, no me van a dar de comer, pues? —dijo san David después de enseñar sus fierros. Uno de los soldados le dio dos tacos de frijoles y le estrechó la mano.
Preso en la cárcel que antes fue la parroquia de la Asunción en Chilpancingo, un coronel permite que san David Uribe confiese a los prisioneros. Cuando san David termina, le pide que revele lo dicho en la confesión. David contesta:
–Jamás.
–Pues mire que lo fusilo.
–¡Aray! Pues fusíleme pues y ya.
En la hirviente ciudad de Iguala, David Uribe predicaba en la plaza:
–¡Ay, Iguala! Cúbrete la cabeza con ceniza y el cuerpo con cilicio, y emborráchate, pero no de vino, sino de lágrimas. Conviértete, Iguala.
Al rato, un general lo mandó arrestar porque estaba prohibido usar traje de clérigo en público. San David se vistió la sotana en abierto desafío a la ley. Con sotana caminó por las calles de la ciudad hirviente, y con sotana se metió por la puerta del cuartel.
–Me dijeron por ai que usted manda que me arresten. Vengo a que me arreste, pero usted. Debajo de esta sotana también hay pantalones, general –le dijo san David al hombre que lo mandó arrestar.
El general se arrugó y San David salió caminando del cuartel. Pero todavía pendía la orden de arresto sobre David. Le ofrecieron un coche para que se escapara. El santo respondió que no podía huir como un cobarde.
Cuando lo arrestaron, se llevaron a san David Uribe en tren a la cárcel de Cuernavaca, donde se entretuvo rayando en la pared: “¡Viva Cristo Rey!” Ya para fusilarlo, San David separó el reloj de bolsillo de la cadena y repartió ambas posesiones entre los soldados del pelotón. Les dijo:
–Denme un segundo, por favorcito, que ahora voy a rezar yo.
San David Uribe se hincó en el suelo y algunos de los soldados se hincaron también. Uno de los pelones que no se hincó se acercó a san David y le soltó un tiro por la espalda. Al sur de México, en el arrugado estado de Guerrero, san David Uribe recibió el martirio. Si existiera, amaría entrañablemente su corrido.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de julio de 2024 No. 1515