Por P. Fernando Pascual
Muchos conflictos surgen porque no sabemos escuchar, o porque no somos escuchados.
Eso ocurre en la familia, en el trabajo, en la vida pública a todos los niveles, desde el local hasta el internacional.
Al revés, muchos conflictos se pueden evitar o, al menos, suavizar, cuando existe capacidad de escucha.
La capacidad de escucha no significa renunciar a las propias ideas y convicciones: si creo que la oficina irá mejor con este horario para las pausas, tengo todo el derecho de proponer mi idea.
Sin dejar mis convicciones, la capacidad de escucha me orienta a entender mejor las ideas del otro, sus emociones ante un tema concreto, sus aspiraciones, sus miedos, sus proyectos personales.
Podré no compartir lo que propone el otro. Podré, incluso, pensar que está equivocado, o que tiene algo contra mí, o que busca solo sus intereses.
A pesar de que haya en mí una disposición negativa ante las propuestas del otro, necesito captar bien lo que dice, los puntos en los que puede coincidir con mis propuestas, los puntos en los que puedo ceder razonablemente.
De nada sirve el “muro contra muro” que genera tensiones absurdas, que lleva a peleas en familia, en el trabajo, o incluso a guerras que tanto dolor causan en miles de personas.
Con buena voluntad, y con suficientes habilidades para promover una auténtica escucha, será posible identificar puntos de encuentro, en los que las posiciones se acerquen entre sí y se llegue a resoluciones para mantener viva la convivencia y la colaboración.
Quizá esas resoluciones no satisfagan a una de las partes de una disputa (o incluso ni siquiera a las dos partes). Lo importante es evitar conflictos perniciosos que no llevan a nada, y seguir abiertos a escuchas que nos acerquen, en la medida de lo posible, a verdades capaces de unirnos en buenos proyectos comunes.
Imagen de Никита Лазоренко en Pixabay