Por P. Eduardo Hayen Cuarón
En días pasados los hechos que han ocupado los titulares de la prensa católica son las excomuniones a 10 monjas clarisas del monasterio de Belorado en la Diócesis de Burgos, España; y más todavía el juicio penal por el delito de cisma al obispo Carlo María Viganó, quien fue nuncio apostólico en Estados Unidos durante el pontificado de Benedicto XVI. El ex nuncio también podría recibir la pena máxima de excomunión de la Iglesia.
Tanto Viganó como las hijas de santa Clara han tomado posturas abiertamente cismáticas en las que niegan la validez del Concilio Vaticano II y consecuentemente todo el magisterio posterior a él, incluido el de san Pablo VI, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Pero además a este último lo consideran papa ilegítimo. Monjas y obispo han caído en lo que se conoce como «sedevacantismo», es decir, la creencia de que la Sede de Pedro ha estado vacante después de Pío XII. Es una postura absurda y descabellada.
Hay católicos que se preguntan si es válido disentir o no estar de acuerdo con todo lo que acontece durante los pontificados. Pienso que, hasta cierto punto, sí. Me explico. Yo recuerdo con inmenso cariño, admiración y gratitud a Dios por el pontificado de san Juan Pablo II. Mi fe católica y mi vocación sacerdotal se despertaron y consolidaron en aquellos años en que el papa polaco gobernó la Iglesia. Juan Pablo II fue para mí una absoluta inspiración en todos sentidos.
¿Eso significa que durante los 26 años de su pontificado cada decisión, cada palabra o frase, cada gesto, cada nombramiento que hizo, fueron perfectos y sin errores? Evidentemente que no.
Todo papa –así como todo obispo y sacerdote– tiene defectos y puede equivocarse. Darse cuenta de ciertos errores no es pecado, ni desobediencia ni causa de excomunión de la Iglesia. De hecho se hace un bien al sucesor de Pedro o a un obispo cuando se le señala, por las vías legítimas, lo que se considera un error. San Pablo corrigió a san Pedro en la controversia sobre las prácticas judías que se querían imponer a los gentiles conversos al cristianismo. Algo similar hicieron el cardenal congolés Fridolin Ambongo, en nombre de la Iglesia de África, y otros obispos al papa Francisco con motivo de la publicación de Fiducia Supplicans. Señalar las legítimas dudas o errores no es caer en cisma o en pecado de desobediencia.
Los católicos tenemos el deber de escuchar al papa, quien es el signo visible de la comunión de la Iglesia, y asentir a su magisterio en todo lo que pertenezca al Depósito de la fe. Pero puede haber cosas que digan los papas que no formen parte esencial de la fe católica y que pertenezcan, más bien, al terreno de la opinión. Un ejemplo de ello es la cuestión del cambio climático por causas humanas; sobre este tema hay numerosos científicos que presentan pruebas que niegan que los cambios actuales del clima se deban a las intervenciones del hombre.
Otro ejemplo son los fenómenos migratorios. El papa puede estar a favor de las migraciones con libre apertura de fronteras mientras que otros católicos afirmen que la migración deba ser ordenada. Por este tipo de discrepancias, que no son sobre el Magisterio de la Iglesia, no se desobedece, no se cae en pecado y seguimos siendo perfectamente católicos.
Las enseñanzas de los papas que exigen el asentimiento de todos los católicos son las enseñanzas de fe y moral que enriquecen la Tradición de la Iglesia. «Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él» (Lumen Gentium 25).
El desacuerdo de una enseñanza infalible del papa, impartido bajo la infalibilidad papal es, por supuesto, pecado grave. Estas enseñanzas no tienen posibilidad de error y son importantes para la salvación eterna. En esas enseñanzas tenemos el deber de escuchar siempre al papa, respetarlo y darle nuestro obsequio.
Cualquier católico puede tener una legítima oposición a lo que considera error, pero rechazar el Concilio Vaticano II, la legitimidad del papa Francisco y el magisterio de los últimos pontífices, tal como lo está haciendo el obispo Viganó y las monjas de Belorado, traspasa los límites. No sólo es pecado grave por el rechazo absoluto al Vicario de Cristo sino abierto cisma que pone en riesgo la salvación de los implicados y de sus seguidores.
Por ser medicina saludable para que la enfermedad no cunda por el Cuerpo Místico, a veces la excomunión es necesaria, como cuando se extirpa un órgano para que no se disperse la gangrena; y siempre será un fármaco de sabor amargo para que el excomulgado recapacite y vuelva a integrarse a la barca de la Iglesia. Más que nunca debemos orar por el papa, adherirnos a su enseñanza y suplicar al Señor por la unidad de la Iglesia.
Publicado en blogdelpadrehayen.blogspot.com