Por Arturo Zárate Ruiz

El en extremo sencillo santo Cura de Ars nos advierte que «la humildad engendra todas las virtudes. Con la humildad tendréis todo cuanto os hace falta para agradar a Dios y salvar vuestra alma; mas sin ella, aun poseyendo todas las demás virtudes será cual si no tuvieseis nada».

Por ello muchos santos procuran la humildad. San Francisco de Borja relata así su aparente fracaso al intentarlo: «Un día me puse a pensar cuál será el último puesto que puede haber en el mundo. Y descubrí que el último puesto es a los pies del traidor Judas. Y quise colocarme yo allí, pero no pude, porque allí estaba Jesucristo arrodillado lavándole los pies. Desde entonces creció mi aprecio por la humildad».

Cristo es, por tanto, el sumo ejemplo de humildad. Nos lo explica san Pablo: «Él, que era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz». Siendo Él el sumo ejemplo, es también «el Camino», como Jesús mismo nos lo reveló.

Destaca en esta virtud, por supuesto, la Virgen María. Dios en ella «ha mirado la humildad de su esclava». Y destaca san José, siempre calladito. Nunca habló, aun cuando debió ser blanco de las habladurías por el embarazo “inexplicable” de su esposa. Sólo obedeció, sin chistar, las instrucciones del ángel.

Lo tornadizo no le quitó a san Pedro lo humilde. No como los fariseos arrogantes que le pedían más milagros a Jesús, al apóstol le bastó contemplar uno para decir «Apártate de mí que soy un pecador». Cuando pecó y negó a Jesús, supo humillarse y pedir perdón.

Otro Papa, san Gregorio Magno, se negaba a aceptar su elección como Sumo Pontífice. Lo tuvieron que arrastrar hasta Roma. Allí el título que finalmente aceptó fue el de Siervo de los Siervos de Cristo.

Santo Tomás de Aquino, el Buey Mudo, pero el más grande de los doctores, solo habló y escribió por obediencia, y cuando lo hizo omitió cualquier referencia a sí mismo. Usó el modo impersonal en su redacción.

Todos los santos debieron ser humildes al menos al final de sus vidas, pues la humildad es un requisito para la santidad. Hablemos de algunos que destacaron por ser además muy “pequeñitos”.

Está san Martín de Porres. Fue un mulato, hijo bastardo de un español, condición que le impedía aspirar en su tiempo al sacerdocio. Sólo lo admitieron los dominicos como terciario por ser hijo ilegítimo, y su función principal fue la de criado en el convento. Fue así reconocido como “Fray Escoba”, y su santidad trascendió el Perú, y admiró a muchos en distintos continentes. Gozó del don de la bilocación. Sin salir de Lima se le vio en México, África, Chica y Japón. Hizo milagros “imposibles”, como sanar a un niño que perdió las dos piernas.

Santa Bernardita no sólo era la última en su clase, también le negaban la primera comunión porque, ¡atiza!, no sabía explicar la Santísima Trinidad. Pero la Virgen la eligió como visionaria en Lourdes, lo que le costó persecuciones, y, una vez reconocidos los milagros, su reclusión y olvido. Ni se inmutó: el mérito no era suyo sino de la Inmaculada.

E hizo bien pues «La humildad —observa san Agustín de Hipona— es algo muy extraño. En el momento mismo en el que creemos tenerla, ya la hemos perdido».

Por ello comportémonos como san José de Cupertino, que sufrió discapacidad intelectual. Con vocación de franciscano, no protestó cuando los frailes menores, más bien sin ganas, lo admitieron con desprecio: sería muy muy muy menor, un hermano lego. Pero no pensaba él en sí mismo. Lo único que le interesaba era servir a Dios y al prójimo, y los amó tanto que al hacerlo levitaba como águila, como de ningún otro santo se reporta.

O al menos hagamos como el cardenal Merry del Val, quien rezaba todos los días las Letanías de la Humildad: «Del deseo de ser alabado, líbrame, Señor… Concédeme, Señor, el deseo de que otros sean preferidos a mí en todo…»

 


 

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