Por Felipe Monroy
La excomunión es una de esas palabras cuyo significado sigue siendo intenso, sólido. Pertenece a esas expresiones que no se volatilizan ni relativizan a pesar de la liquidez de los tiempos que vivimos; y ahora ha vuelto a escena con dos casos mediatizados que han cimbrado la aparente inmutabilidad jerárquica de la Iglesia católica.
Lo relevante de ambos casos es que no son situaciones derivadas de actitudes impulsivas o precipitadas sino de largos procesos de degradación en la relación que notables autoridades eclesiásticas han sostenido con sus superiores y con la unidad de la Iglesia.
El primer caso ya ha sido sentenciado: diez monjas clarisas del monasterio de Belorado en Burgos, España, recibieron la declaración arzobispal de formal excomunión; por supuesto, después de que las propias religiosas renunciaron a reconocer cualquier tipo de autoridad de la unidad eclesial de los últimos seis pontífices.
El segundo caso podría ser el del exnuncio Carlo María Viganó, crítico acérrimo del papa Francisco y objetor de la fundamentación moral de la Iglesia contenida y actualizada en sus constituciones apostólicas de los años sesenta del siglo pasado. Su juicio apenas comienza pero la sombra de la excomunión se cierne sobre uno de los principales exponentes de la desobediencia pontificia en la era de Bergoglio.
En las primeras décadas de este siglo, el tema de la excomunión en la Iglesia parecía limitarse al delito del aborto, a su realización efectiva y a su promoción en espacios legales o democráticos. El principal debate sobre este castigo eclesiático se reducía a los límites formales para declarar a alguien excomulgado por la comisión de dicho crimen: por aceptarlo, realizarlo, concederlo, legalizarlo o promover la terminación de la vida de un ser humano en gestación como plataforma política de un derecho.
Sin embargo, tanto el caso de las religiosas del monasterio de Burgos como lo que reside en el fondo del conflicto con Viganó exhibe otro tipo de conflicto eclesiático: el de la desobediencia, el de la absolución autosuficiente, el del orgullo y la vanidad. Es imposible no advertir el timbre de soberbia tanto en las declaraciones de las hoy ex monjas como en lo expresado por el ex nuncio quien dijo sentirse honrado ante el juicio que podría excomulgarlo.
La excomunión para un devoto practicante católico no es una situación menor y, como muchas convenciones de la estructura eclesiástica emanadas de la revelación, la tradición y el magisterio de la Iglesia, sus interpretaciones han cambiado con el tiempo. Por supuesto sigue siendo, entre las censuras, penas expiatorias y demás penitencias impuestas a los creyentes, la más grave de todas. Es el mayor castigo que se puede dar a un bautizado por incurrir en delitos contra la fe o la unidad de la Iglesia, o contra la legítima sucesión de autoridad eclesiástica.
Para la Iglesia católica y sus fieles devotos, las principales penas con las que se castiga a los transgresores del orden moral o eclesiástico son tres: el entredicho, la suspensión y la excomunión. La suspensión está evidentemente reservada a los ministros de culto, porque lo priva del ejercicio de su orden sagrado; el entredicho es una pena que prohíbe participar de los oficios divinos y de la sepultura eclesiástica (en camposanto dirían los abuelos) a una persona o a todo un pueblo.
Y finalmente está la excomunión definida como la separación total del cristiano con la Iglesia. El excomulgado está privado del acceso a los sacramentos y a toda participación de los bienes espirituales, obviamente también de recibir cristiana sepultura. Apenas en los últimos cuarenta años, los castigos eclesiásticos han sido reorientados a un sentido de ‘pena medicinal’ es decir: una sanción cuyo único propósito es re-sanar la relación de los creyentes con la Iglesia. Eso sí, existió hasta antes de 1983 cierta excomunión cuya gravedad era casi irreversible: los excomulgados ‘vitandos’. Un castigo que condenaba al fiel no sólo a evitar su comunicación en asuntos religiosos sino también en los profanos. Se decía que el excomulgado vitando no podía asistir a ningún tipo de oficio religioso y, si lo intentase, el resto de los fieles tendría el deber de expulsarlo del recinto; finalmente, si el susodicho fuese ilícitamente sepultado en campo santo, el cadáver del excomulgado debía ser exhumado. El código de derecho canónico de 1917 decía: “Los fieles deben evitar el trato con el excomulgado vitando, aun en asuntos profanos, a menos que se trate del cónyuge, los padres, hijos, sirvientes o súbditos; o que, en general, excuse una causa razonable”.
Eso ha cambiado pero no el sentido de la pena y tampoco la gravedad de su significado; pero los casos de Viganó y de las religiosas de Belorado podrían frivolizar esta sanción con ejemplos no vistos en más de 80 años y de manera inédita tras las actualizaciones del Código de Derecho Canónico. Resultaría inquietante que, no desde la actitud licenciosa y relajada se relativice el sentido de la mayor pena eclesiástica aún existente, sino que desde el rigorismo y un falso sentido del conservadurismo se minimice la cualidad máxima del castigo.
Publicado el 24 de junio de 2024 en monroyfelipe.wordpress.com
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