Por P. Fernando Pascual
Nos cuesta perdonar, sobre todo cuando la ofensa ha sido grave, y cuando vemos que el ofensor tiene actitudes de soberbia y egoísmo.
Pero la experiencia cristiana permite superar el rencor y llegar a la oración a favor de quien nos haya ofendido.
Cristo nos invita a dar ese paso. “Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas” (Mc 11,25). “Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan” (Mt 5,44).
En dos números (2843 y 2844), el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda lo difícil que resulta recibir una ofensa y lo mucho que nos cuesta olvidarla.
Al mismo tiempo, explica que “el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión” (Catecismo, n. 2843).
El número siguiente ahonda en esta idea. “El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado” (Catecismo, n. 2844).
La dificultad puede seguir. Toda ofensa se imprime en nuestros corazones. Incluso despierta deseos de venganza que tanto daño nos producen.
Con la ayuda de Cristo, desde la experiencia de su perdón, podemos llegar al milagro: la ofensa queda vencida por el perdón, incluso llegamos a pedir de corazón por el bien de quien nos haya herido.
Es entonces cuando podemos transformar “la ofensa en intercesión”, según ese texto del Catecismo, que tiene una mayor fuerza por el contexto en el que se encuentra: el comentario a esa rica y fecunda petición del Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Imagen de Peter Dargatz en Pixabay