Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Un participante en el grupo que analizaba los procedimientos y resultados de la reciente elección política, calificada oficiosamente como la “elección del siglo”, refirió que lo que más le había llamado la atención al considerar los resultados obtenidos por el partido en el poder, consistía en la carencia casi absoluta de entusiasmo por el triunfo y las escasas muestras de alegría de parte de los ganadores del certamen.

Especificó que sólo había notado manifestaciones de euforia en el rostro del señor presidente y de unos cuantos adláteres, poquísimos, por cierto. Señaló nuestro analista signos de reticencias y hasta de vergüenza, como si un oculto sentimiento de culpa sobrevolara el escenario postelectoral borrando la sonrisa de los labios de los que se ostentaban como triunfadores en los números.

La observación del analista, entre más de una docena de variantes y de opositores, si bien fue recibida con sorpresa por los compañeros en su primer momento, poco a poco se fue abriendo camino a medida que se iba comprobando el análisis hasta lograr la opinión un consenso respetable. Se señaló, con particular énfasis, la ausencia de las celebraciones masivas y de la “mexicana alegría”. Algún mecanismo interior no funcionó en el (sub)consciente colectivo.

Sin pretender concordar los calificativos mayoritariamente adversos, es bueno recordar un pasaje bíblico, admirablemente narrado en el libro segundo de Samuel, cuando Absalón, el hijo mayor del rey David, alista un ejército y se rebela contra su padre, y cómo éste mandó sus ejércitos a perseguirlo, con la advertencia severa a los generales y a la tropa, de respetar, a toda costa, la vida de su hijo.

Derrotado el ejército de Absalón, huye éste y busca refugio en el bosque. Con la prisa de la huida, “se queda enganchado por la cabeza, entre el cielo y la tierra, en el ramaje de una enorme encina, mientras que el mulo que cabalgaba se le escapó”.

Los generales victoriosos, cumpliendo la orden del rey, no lo mataron; pero uno de la tropa dijo: “yo no voy a andar con contemplaciones y agarró tres dardos y se los clavó en el corazón a Absalón”.

Esto sucedido, nadie se atrevía a darle a David la nefasta noticia. Como nunca falta un aspirante a meritorio, un extranjero se adelantó eufórico y dijo al rey: “¡Buenas noticias, majestad!”. Ante el silencio reinante, el rey, sin pedir explicaciones, comprendió que “no había motivo para alegrarse”; al contrario, “se estremeció” y “se echó a llorar”, lamentando en voz alta la muerte de su hijo rebelde. Y concluye el texto sagrado:

“La victoria de aquel día fue duelo para el ejército, que entró aquel día a la ciudad a escondidas, como se esconden los soldados abochornados cuando han huido del combate”.

Las grandes batallas ganadas se pueden convertir en derrotas morales, mayores aún que las físicas, cuando no se observa la mesura y el respeto a la dignidad de las personas. ¡Hay causas sublimes que nunca podrán ser derrotadas! Una de ellas, la humana dignidad. El que viva lo verá.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de junio de 2024 No. 1512

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