Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo omérito de Querétaro

La humanidad necesitó de una experiencia tan dolorosa como fue la de la Segunda Guerra Mundial para ponerse a reflexionar en serio sobre la barbaridad cometida y buscarle un posible remedio. Comenzaron a pensar sobre la naturaleza del “hombre” y su respectiva “dignidad”, hasta aterrizar en la lograda y meritoria, aunque limitada, “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, en 1948.

Nuestra Constitución política hablaba entonces de “garantías individuales”, arrogándose el derecho de concederlas o no. Casi un dios. Ahora ya se habla con más soltura de los “derechos humanos”, pero como todavía carecen de una sólida fundamentación antropológica, cada uno arrima sus castañas al fuego y se despacha a placer. Así brotan derechos a granel, según la filosofía de moda, la ideología importada o la fantasiosa moda de temporada.

“El palacio está lleno de leyes, decía san Bernardo, pero son de Justiniano, no de Dios”. No es esta una puntada devota del santo, sino una verdad de a kilo: “No se puede hablar correctamente del hombre, si no se habla también correctamente de Dios; pero de Dios no se habla correctamente si no se le escucha lo que Él dice de Sí mismo”, enseña contundente el Papa Benedicto XVI.

El hombre es el único ser que Dios ama por sí mismo y es capaz de dialogar con Él. Él mismo nos dice quién es, y a eso llamamos divina Revelación, que completa y perfecciona lo que el hombre alcanza por el esfuerzo de su razón. La afirmación central sobre el hombre es ésta: Que el ser humano es imagen y semejanza divina, y lo que Dios nos dice sobre sí mismo marca nuestra relación con él, es decir, nuestra conducta. Esta es la moral cristiana.

Los desgarriates morales que cometemos son producto de una falsa concepción de Dios, de una herencia cultural y religiosa empobrecida o contraria a la natural razón humana. La moral cristiana es liberación, pues “para ser libres no redimió Cristo”. Nos libra de la pertinacia de ídolos y faraones, pues aquí descansan los “derechos humanos”, propiedad exclusiva de la persona humana desde su concepción hasta el último respiro.

Al hombre nadie se los confiere, sólo Dios los otorga. Toda autoridad debe respetarlos y promoverlos. Es la divina dignidad con que su Creador lo proveyó, y en esto consiste el verdadero humanismo, y no hay otro que lo iguale o que lo sustituya. Jesucristo, el Nuevo Adán, es el modelo a imitar y seguir. Es el Hombre que humaniza.

El Evangelio es la fuente y el manantial vivo de la dignidad humana y, por tanto, de la fraternidad. A crear fraternidad puede llegar la razón humana abierta a la verdad, no ideologizada; puede aspirar a conseguirla más allá de cualquier mutación cultural. Sin embargo, la pluralidad de opiniones suele crear confusión. Por eso, aquí hemos hablado de la dignidad humana que se recibe por el mismo hecho de ser hombre, y se llama dignidad ontológica.

Ésta no depende de ningún agente externo. Nunca se pierde, dijimos. No confundir con la llamada dignidad moral o social que se adquiere por relaciones humanas y costumbres adyacentes. Estas “dignidades” se adquieren o se pierden según el comportamiento humano-social. Un criminal o un ladrón son “indignos”. Nos indignan porque pierden la dignidad estimativa y social, pero no la “ontológica”. Por ésta, pueden alcanzar misericordia.

La dignidad ontológica tiene como adorno precioso el don de la libertad, que lleva consigo. Cuando el uso de la libertad es auténtico, brota la responsabilidad, el saber responder de nuestros actos ante nuestros semejantes y ante Dios.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de agosto de 2024 No. 1520

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