Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

El documento más cercano a nosotros para referirnos a la dignidad del ser humano, era la “Declaración Universal de los Derechos del Hombre”, elaborada en 1948 a consecuencias de los atropellos padecidos durante la Segunda Guerra Mundial. Fue un fuerte llamado a las conciencias, especialmente a los poderosos, para reflexionar sobre las atrocidades cometidas y evitar su repetición. El discurso del Papa san Paulo VI durante su visita a las Naciones Unidas en los tiempos de la “guerra fría”, dio un gran impulso a su desarrollo, lo mismo que los discursos de los siguientes romanos pontífices. De allí se derivan las cartillas de derechos y deberes humanos que suelen publicarse a granel, aunque de difícil cumplimiento. Esa misma Declaración sirvió aquí en México para que se modificaran ciertos artículos que no rimaban con ella en nuestra Constitución.

La dignidad del ser humano: “del hombre y de la mujer, de cualquier raza, lengua, pueblo o nación”, fue proclamada en las santas Escrituras, sobre todo a partir de la venida de Jesucristo. El mandato de Cristo de predicar el Evangelio a toda nación, en todo tiempo y hasta el fin del mundo, lo prueban con creces. La “salvación universal” aportada por Jesucristo se ofrece inclusive a quien no lo conoce, si es que observa la “ley natural” es decir, la ley sembrada por Dios en su conciencia, que se resume en hacer el bien y evitar el mal. Dios, dice el catecismo, “no niega su gracia a quien lo busca con sincero corazón”. En esto, el cristianismo, supera en amplitud de miras y generosidad a cualquier institución humana, pues “Dios no hace acepción de personas”, porque de Él venimos y somos. El Papa Paulo III dictó la excomunión a quien negará este derecho a los indígenas (1537).

Estas reflexiones, escritas a propósito de la dignidad infinita, documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe y aprobada por el Papa Francisco, nos deben hacer pensar, sobre todo a los católicos, lo que valemos ante Dios, y lo que vale cualquier ser humano. En tiempos del Imperio Romano, cuando el cristianismo llamaba a las puertas de la Urbe, la dignidad humana era para determinadas clases sociales. Las millonadas de esclavos no tenían derecho alguno y su destino era, como confesaba uno de ellos, morir crucificado, como su padre y su abuelo. No había día de descanso. Los primeros cristianos tenían que levantarse antes de la salida del sol, aunque fuera domingo, para poder celebrar la Eucaristía. El descanso semanal, las vacaciones, la semana santa y todo lo demás, les costaron sudor y sangre a los cristianos. Apoyados en la conciencia de su dignidad, de “hombres y mujeres liberados por Cristo”, obtuvieron su libertad. Es decir, la dignidad de hombres libres, de hijos de Dios, de seres humanos creados a su imagen y semejanza, les abrió el camino hacia la libertad. Lucharon y murieron por su dignidad y la nuestra.

Todo esto –y otras mil cosas más- nos invitan a gloriarnos, no porque lo hallamos merecido, sino por gracia y benevolencia de Dios. Esto nos obliga a los católicos a ser conscientes de los dones recibidos y a hacerlos fructificar. Los antiguos Padres de la Iglesia solían decir a los cristianos fallones: “Reconoce, Cristiano, tu dignidad”. Y la invitación subsiguiente a enmendarse. Aunque nos apene el decirlo, ahora somos los mismos católicos quienes exhibimos nuestra mediocridad, y nos decimos católicos del montón, pecadores estándar y otros epítetos innombrables, de los cuales san Pablo decía a los infractores que, por su causa, “el nombre de Cristo era blasfemado”. La infinita dignidad humana nos invita a ser otra cosa. Lo que somos.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de mayo de 2024 No. 1505

 

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