Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Cuando Peter Seewald en su entrevista “Últimas Conversaciones” con el Papa Benedicto XVI le preguntó si le gustaría ser recordado como el “Papa profesor”, le contestó: “Yo diría que he intentado ser ante todo un pastor”; y añade que a este servicio pastoral: “le es inherente el apasionado trato con la palabra de Dios, o sea, con lo que un profesor de teología debe hacer”.

A lo cual debe sumarse “el dar testimonio de la fe, el ser, en este sentido, un “confesor”. Y explica: “Los términos latinos ‘professor y confessor’ son filológicamente casi los mismos”.

Eso fue, porque eso quiso ser Benedicto XVI: un pastor lleno de sabiduría humano-divina al servicio de la Iglesia; servicio amparado con el testimonio de su vida. Vivió lo que creyó y enseñó. Es también lo que implicó su autodefinición cuando fue elegido Papa: “Un humilde trabajador de la viña del Señor”.

Mi primer contacto personal con el Papa Benedicto XVI fue cuando, siendo él todavía cardenal prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el episcopado mexicano me encomendó la tarea de ir a recibir instrucciones sobre la situación y avance del diálogo de la Santa Sede con monseñor Lefebvre, ya entonces en dificultades graves contra la fe. Durante una hora expuso y contestó a las inquietudes que en ese momento afectaban a toda la comunidad católica. De ese diálogo conservo, entonces recién nombrado obispo, un hermoso recuerdo de su trato afable y del empeño de la Santa Sede por evitar la ruptura que amenazaba a la Iglesia. Además, un escrito del cardenal Joseph Ratzinger sobre la encíclica Redemptoris Mater del Papa Juan Pablo II.

La segunda ocasión fue en Castel Gandolfo, cuando era ya Romano Pontífice. Fue durante la visita ad Limina Apostolorum, visita que debe hacer el obispo diocesano cada cinco años para informar al Papa de la situación pastoral de su diócesis. Se trata de un informe detallado, resultado de un cuestionario elaborado por Roma. Los dicasterios romanos preparan una serie de asuntos que san Juan Pablo II solía seguir al pie de la letra, pero el Papa Benedicto prefería el diálogo abierto y espontáneo.

Con el mapa de la Diócesis enfrente, iba escuchando y señalando los temas de mayor interés en ese momento: la relación de la fe con la cultura moderna, los efectos sobre la religiosidad popular, especialmente le interesó la peregrinación al Tepeyac, la formación sacerdotal, la situación político-religiosa y el reciente proceso, civil y penal de que fui objeto, motivado por la exposición de la Doctrina de la Iglesia sobre las elecciones. De esto estaba ya suficientemente informado y se limitó a hacer algunas reflexiones sobre la persistencia del liberalismo intransigente en muchos de nuestros países.

El último diálogo con el Papa Benedicto fue cuando, después de la Misa solemne en el atrio de la Basílica de san Pedro, durante la cual había canonizado al obispo de Veracruz monseñor Rafael Guízar y Valencia, me acerqué a darle las gracias por esa canonización, tan esperada no sólo por sus diocesanos, sino por todo el episcopado mexicano. Le conté que guardaba especial cariño y gratitud hacia monseñor Guízar porque, en tiempos amenazantes ya de la persecución religiosa, me había impartido el sacramento de la Confirmación durante su última misión en Córdoba. El Papa me escuchó sonriente y me dijo que el testimonio del señor Guízar era de un gran valor para todos los obispos por su amor a los pobres y por su vida ejemplar como obispo-misionero. Por tres veces repitió en español: “Es un gran santo, un gran santo, un gran santo”, palabras que conservo en el corazón, como están el corazón de todos sus devotos.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de enero de 2023 No. 1435

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