Por P. Alejandro Cortés González Báez

Solemos referirnos a los chicos entre los 12 y 18 años como los “adolescentes”; aquí caben diversas opiniones, pero no me detendré en el número de años, sino en la forma de llamarlos. Hablar de un(a) joven usando los términos adolescente o puberto(a) me parece un tema importante.

Un(a) muchacho(a) de esas edades es “una persona”, un individuo que tiene unos padres, una fecha de nacimiento, una genética única, un temperamento, ideas, gustos, hábitos singulares; en definitiva, es “él” o “ella” que está viviendo una etapa de su vida llamada adolescencia. Yo soy Alejandro Cortés –y porque tengo 75 años– estoy viviendo una etapa de la vida llamada “vejez”, pero no soy “un viejo”. Éste es un calificativo dependiente de mi edad, que no me convierte en algo genérico; yo soy la persona que soy.

Si perdemos de vista lo anterior, la condición de juventud en los adolescentes realmente justificaría conductas inmaduras y hasta tóxicas, y no necesariamente es así; y esto se comprueba con la madurez de varios jóvenes que son responsables y, en ocasiones, incluso, ejemplares.

No perdamos de vista que, por ser personas, los hijos tienen derecho a ser amados y educados por sus padres. Labor sumamente difícil en nuestra época, en la que coinciden muchos factores que nos arrastran a un estilo de vida egoísta, materialista y superficial, llevándonos a no respetar al prójimo, lo cual trae consigo un sinnúmero de problemas.

Lo primero que debemos hacer en una labor educativa es valorar a los chicos como “personas” en una etapa especialmente valiosa para su maduración y –partiendo de este principio–, pienso que lo fundamental es enseñarlos a amar. Es decir, a salir de ellos mismos para encontrar en los demás a individuos que merecen respeto, compasión, ayuda y cariño.

Para conseguir esto debemos comenzar por interesarnos en ellos, escuchar lo que tengan que decir, dialogar, aceptando que su lógica no es igual a la nuestra, y que nuestros principios y virtudes hemos de proponerlos como valiosos procurando que entiendan el porqué de nuestras propuestas; en las formas de vida y convivencia.

Todo ello, deberá ser una labor que comience en la más tierna infancia, procurando presentar las virtudes como formas de conducta que nos enriquecen y nos proporcionan satisfacciones y felicidad. Habrá que enseñarles, también, a ser libres animándolos a que tomen sus propias decisiones, y carguen con sus consecuencias.

Decirles a los pequeños cosas como: “no te pelees con tus hermanos” nunca producirá como efecto que los quieran. Hay que fomentar la virtud de la solidaridad que nos enseña: “que todos somos responsables de todos”, y que, si yo ayudo generosamente al bienestar de los demás, también saldré ganando, pues conseguiré el respeto y el cariño de los otros. No bastarán, por lo tanto, las clases de karate, de danza, de futbol…, estas actividades positivas pueden ser compatibles con la vanidad y el egoísmo. Está claro que la educación es un arte que tiene como base el ejemplo de vida de los papás.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de julio de 2024 No. 1516

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