Por Juan Carlos Mateos González
La Literatura en la vida de Karol Wojtyla nunca fue un mero pasatiempo. Siempre la consideró como una manera de conocer al hombre, de expresar lo íntimo, de crear una red de relaciones con los demás.
Siendo todavía niño, ya destacaba por su gran capacidad de imitación. Ya su madrina de bautismo había pronosticado que “este niño sería un buen actor”.
Cuando aún era un joven alumno de secundaria coincidió que el arzobispo de Cracovia, Adam Stefan Sapieha, se desplazó hasta Wadowice, pueblo natal de Karol, y visitó los centros de enseñanza. Se le encomendó a Wojtyla escribir y pronunciar el discurso de bienvenida. Lo recitó de memoria. El arzobispo Sapieha, impresionado, al terminar se dirigió al profesor de Religión: “¡Me parece un joven excepcional! ¿No se habrá planteado una posible vocación al sacerdocio?”. El profesor manifestó que, a ese respecto, lo único que sabía es su gran afición por el teatro. Entonces el propio arzobispo, dirigiéndose a Karol le preguntó qué carrera pensaba estudiar. A lo que Wojtyla respondió con seguridad: “Lengua y Literatura polacas en la Universidad Jagellonica”. Ya durante la comida, el arzobispo comentó al director del centro: “Tiene usted en Wojtyla un alumno fuera de lo corriente. Me ha impresionado no sólo por su discurso, sino por su modo de pronunciarlo. Diría que tiene un don especial para captar la atención del público. ¡Lástima que no quiera estudiar Teología!”. Karol, en aquellos años, estaba completamente fascinado por la Literatura, en especial por el teatro. Una pasión que había conocido y vivido desde pequeño: en su hogar, había leído mucho, y en su ciudad natal, había representado varios dramas del Romanticismo polaco.
Siendo ya Papa, aún recuerda con emoción esos primeros encuentros de su infancia con la literatura. “Desde que era niño me gustaban los libros. Mi padre me había habituado a la lectura. Con frecuencia se sentaba a mi lado y me leía, por ejemplo, Sienkiewicz y otros escritores polacos. Cuando murió mi madre, quedamos solo los dos: él y yo. Y él no cesaba de animarme a conocer literatura de valor”. En esos años lee a muchos autores de la literatura germánica y polaca, pero su gran afición fue memorizar los clásicos y representar sus obras. “Mi padre no obstaculizó nunca mi interés por el teatro, nos confiesa Wojtyla-. Si no hubiese estallado la guerra y no hubiese cambiado radicalmente la situación, tal vez me hubieran absorbido completamente las perspectivas que me abrían los estudios académicos de letras. Cuando informé a Kotlarczyk [director de teatro] de mi decisión de ser sacerdote, me dijo: “Pero, ¡qué vas a hacer! ¿Quieres desperdiciar el talento que tienes?”. Solo el arzobispo Sapieha no tuvo dudas. Cuando era estudiante de letras leí a varios autores. Primero me dediqué a la literatura, especialmente a la dramática. Leía a Shakespeare, Molière, los poetas polacos Norwid y Wyspianski. Me apasionaba ser actor, subir al escenario. Muchas veces me quedaba pensando en los papeles que hubiera podido representar. Alguno me ha dicho más tarde: “Tienes condiciones…; hubieras sido un gran actor, si te hubieras quedado en el teatro”.
Esta afición siempre le acompañó. En 1982, a la pregunta de A. Frossard: “Deseo saber si, entre tantas actividades, aún tiene tiempo de leer”. Juan Pablo II responde: “Siempre he leído mucho, aunque nunca fui un devorador de bibliotecas, salvo tal vez en mi juventud, a la edad en la que empieza uno a descubrir la belleza de las letras… Desde luego, hoy dispongo de menos tiempo que antes para la lectura y, no obstante, puedo decir que, en cierto modo, leo más, sobre todo aquello que pueda contribuir a informarme… Leo “sistemáticamente” libros de teología, de espiritualidad, de filosofía y de ciencias humanas… Algunos los leo de cabo a rabo y otros los hojeo… Por lo que se refiere a la literatura, es el lujo de mis vacaciones. Pero no obstante, a veces puedo leer “fuera de programa”, como ha ocurrido últimamente, con una selección de poesías de Milosz y de Rainer Maria Rilke, cosa que antes no me era posible”.
Y en su libro-testimonio (1996), Don y Misterio, como el que cuenta una confidencia muy íntima, nos desvela una de sus claves de su existencia: “A propósito de los estudios, deseo subrayar que mi elección de la filología polaca estaba motivada por una clara predisposición hacia la literatura. ¿El descubrir la palabra a través de los estudios literarios me acercaba al misterio de la Palabra? Comprendí más tarde que los estudios de filología polaca preparaban en mí el terreno para otro tipo de intereses y de estudios. Predisponían mi ánimo para acercarme a la filosofía y a la teología”.
Y ya en el umbral de la muerte (2003), escribió un poemario-testamento: Tríptico Romano, donde aparece el poeta-místico que le acompañó toda su vida. Todo comenzó cuando en el verano de 1997, durante su estancia en los Alpes, un campesino se le acercó y le preguntó: “¿el Papa escribe todavía poesías?”.
La pregunta le sirvió de acicate y retomó la experiencia literaria y compuso doce meditaciones poéticas. Originariamente está escrito en polaco, su lengua materna. Podríamos preguntarnos: “¿por qué escribe versos un Papa?” Pues, porque piensa, porque siente, porque admira, porque vibra en la presencia del Dios-misterio, goza ante la naturaleza y se extasía contemplando a Miguel Ángel en su Juicio final. Su literatura traduce, en lenguaje simbólico, su experiencia religiosa, traspasada de unción, belleza y emoción. Un precioso regalo para el alma.
Así lo dijo
“Desde que era niño me gustaban los libros. Mi padre me había habituado a la lectura. Con frecuencia se sentaba a mi lado y me leía, por ejemplo, Sienkiewicz y otros escritores polacos. Cuando murió mi madre, quedamos solo los dos: él y yo. Y él no cesaba de animarme a conocer literatura de valor”.
San Juan Pablo II
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de agosto de 2024 No. 1520