Por Jaime Septién
En el libro del Eclesiastés se afirma que “al hombre se le conoce por su final”. Lo que es válido para el ser humano también lo es para los dirigentes políticos. Y el final del mandato del presidente López Obrador nos lo mostró de cuerpo entero.
Imposible creer que la forma como se operó la mayoría calificada en el Senado, para dar paso a una reforma judicial que pone a la débil democracia mexicana de rodillas, no tuvo su aval. Negociar tal y como se negoció el voto del señor Yunes, es enseñar a la aplanadora morenista que el fin justifica los medios.
Carta abierta para la impunidad cuando lo que se argumentaba era que la reforma al poder judicial iba a acabar con la impunidad. Pasillo de alfombra roja para la corrupción cuando lo que supuestamente se perseguía era terminar con la corrupción de jueces y magistrados. Se eleva a rango meta-constitucional el verso satánico de que “quien no transa, no avanza”.
Un peón que representaba —según él— la honestidad valiente, terminó siendo alfil del maoísmo: “gato negro o gato blanco, lo que importa es que mate ratones”. Pequeño problema de este final apocalíptico: los ratones somos nosotros, los 130 millones de mexicanos —incluidos los 36 millones que votaron por la construcción “del segundo piso de la 4T”— que vamos a quedar indefensos ante la nueva justicia arrabalera del “me caes mal, te friego”. La justicia de la revancha y el cochupo.
Me duelen estas líneas porque me duele mi país. En este fin de sexenio veo derrumbarse los cimientos que habíamos echado para contener al México bronco, aquel que no respeta principios, valores, derechos ni leyes. El de “solo mis chicharrones truenan”. El México brutal del cacique potosino Gonzalo N. Santos, para quien moral era un árbol que daba moras. Ése “otro México” que anuncia y presagia el final arrollador de un presidente que llegó por la vía democrática y que terminó, como en los toros, dándole la puntilla.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 22 de septiembre de 2024 No. 1524
