Por Javier Sicilia

Frente al misterio del mal que se complica inmensamente en el devenir de la Historia, siempre me he considerado un apocalíptico, es decir, alguien que cree en el final de los tiempos. “Un catastrofista”, se me dirá. No obstante, contra lo que suele pensarse, el Apocalipsis no es la destrucción del mundo, sino, es su sentido etimológico, la revelación de la verdad —el regreso prometido de Cristo—, una revelación que aparece, como sucede con las revelaciones extremas, en medio de una gran oscuridad, en este caso de un momento terrible donde el mal, que la tradición cristiana asocia con el Anticristo, parece invadirlo todo.

LA FUERZA OCULTA DEL MAL

En la Segunda Carta a los Tesalonicenses, San Pablo habla de ello de manera enigmática —utilizo la versión de la Biblia de Luis Alonso Shökel, que es la más literaria—: “[…] primero [antes de la revelación, del regreso de Cristo] tiene que suceder la apostasía y  tiene que manifestarse el Hombre sin Ley  (ho antopos tes anomias) proclamándose Dios […] Y ahora sabéis lo que lo retiene para que no se manifieste antes de tiempo. La fuerza oculta de la iniquidad ya está actuando (mystrion tes anomias, que la vulgata traduce como mysterium iniquitatis), solo falta que el que la retiene (ho katechon) se quite de en medio […]”.

El Mal, esa cosa que nadie sabe de dónde viene ni qué quiere, pero que es tan concreto y aterrador como el crimen y sus secuelas, esa presencia que la capacidad técnica y sistémica del hombre ha potenciado ha grados inauditos en medio de más de dos mil años de Evangelio y de una comparecencia sin precedentes de los derechos humanos, no termina de invadir completamente la Historia y permitir al fin la llegada de la revelación a causa del katékhon.

Ese ser ha sido motivo de profundas disquisiciones teológicas y filosófico-políticas que Giorgio Agamben expone en El misterio del mal. Benedicto XVI y el final de los tiempos (AH, 2013): Se la asociado con el Nombre de Dios, el Espíritu Santo, el Arcángel Miguel, el sacrificio perpetuo de la Eucaristía, el Papado y el Sacro Imperio Romano y, de manera negativa, con “el chivo expiatorio”.

Yo tengo para mí que el katékhon es todo aquel que por un saber de la verdad y del sentido de la vida se opone al imperio absoluto del Mal y, diría Günter Anders con un lenguaje moderno y ajeno a la revelación, “retrasa la catástrofe” y la instauración absoluta de la oscuridad.

AMO A LOS QUE RETIENEN

El Mal, es una evidencia histórica, avanza de formas cada vez más exponenciales y sofisticadas. Pensemos en los campos de exterminio nazis, en los Gulag, en las atrocidades de las Juntas Militares, en lo que sucede en México, en la bomba atómica y en las actuales armas de exterminio masivo; pensemos en las brutales contaminaciones del aire y el agua, en los arrasamientos de tierras y comunidades en nombre del desarrollo de la sofisticación técnica. Nadie puede detenerlo. Sólo retrasarlo por resistencia. ¿Habría entonces, como lo piensan los fundamentalistas —o su versión marxista, los maoístas— que extremar el horror o las contradicciones para que la verdad llegue o simplemente dejar de resistir?

No es mi posición. Amo a los “que retienen”, a los que resisten a pesar de tener la batalla perdida, a los que encienden una vela a mitad de la noche y son una imagen en el tiempo de la revelación. Tengo, por lo mismo, una devoción inmensa por el Sísifo de Camus y el doctor Rieux de La Peste, por Gandhi y los zapatistas, rostros modernos del katékhon.

Amo a esos seres que defienden lo que nos pertenece: este mundo con sus seres de ahora que son su siempre. Lo otro, lo que vendrá cuando el katékhon sea vencido o se retire absolutamente, pertenece a Dios que está al final del Apocalipsis. Un tiempo que no conozco, que habita mi fe, pero que es ajeno a mi presente, a mi aquí y a mi ahora que es mi ser en el tiempo, en lo que me corresponde en el Apocalipsis.

Se publica este artículo con la autorización expresa del autor.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de septiembre de 2024 No. 1522

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