Por Rebeca Reynaud
Hay un poeta ruso, Pável A. Florenski, que murió ejecutado por el régimen soviético, que dice: Observen más a menudo las estrellas. Cuando tengas un peso en el alma, mira las estrellas, o al menos ve el azul del cielo. Cuando te ofendan, detente a mirar el cielo, así tu alma encontrará la paz. Más grande es lo que te espera, pues tú eres de allá.
Hay una mística francesa – Gabriela Bossis- que, con su libro, ayuda a los fieles a hacer oración. Cuenta que en una ocasión le dijo Jesús: “Yo doy a cada alma la vida que mejor puede conducirla a mí” (Él y yo, n. 514). Dios nos da las circunstancias que pueden llevarnos a él, si se viven a la luz de la fe, cosa que no le pasó a un poeta italiano pesimista, Giacomo Leopardi, quien afirma: No vale la pena haber nacido.
Dios nos espera con brazos abiertos. Cada uno de nosotros somos especiales para Dios. Dios está en todas partes. Todo da gloria a Dios, desde un grillo a una flor. La creación entera canta la gloria del Señor. Jesucristo dio su vida para que demos a Dios el nombre de “Padre”. Eres coheredero del reino de Dios si lo aceptas.
El plan de Dios es que seamos sus hijos, que Él nos divinice. Nada se compara a esta realidad. Los que caminen el camino de Dios son divinizados por Él. Su camino es hacer divinos los caminos de la tierra, es el camino de la generosidad, del amor. Nada se pierde de los cuidados que damos a nuestra alma y a las almas de los demás. Nosotros no lo vemos, pero en el Cielo sí nos ven.
Dios asumió mi naturaleza para que yo asuma la suya, entonces no hagamos chiquito el proyecto de Dios. Lo que Dios nos pide es ser sus hijos cada día en todas las cosas.
Podemos orar y volver a Dios continuamente. Hemos llegado al borde de un abismo y todo lo que se necesita es un último empujón para que nos caigamos. La solución es muy simple, es el cambio personal. Para ello, conocer nuestra identidad de hijos de Dios. Se nos mantiene ocupados, no tenemos tiempo ni para nosotros mismos, para leer la Biblia, para pensar, acudimos a ser entretenidos. La realidad es demasiado fuerte y no queremos verla, así que encendemos la TV, vemos programas y nos concentramos en consumir nuestro tiempo.
La filiación divina es lo que nos convertirá, lo que nos levantará, lo que nos dará a conocer nuestra dignidad.
La oración verdadera se da en el corazón y se da de una forma donde hay un encuentro con Dios, comienzas a entender que en verdad eres un hijo de Dios. Comprendes que Dios existe y entonces puedes comenzar a confiar en Él. Hasta ese momento tus búsquedas son las de un hijo del mundo, y el mundo tiene pocos juguetes, pero nos quitan tu tiempo.
El enemigo de Dios trata de mantenerte lejos de este diálogo con Dios.
La voz del Señor está en el viento y está entrando en todos los corazones y nos dice: Algo está mal. No seas una ostra. No trates de huir de mí, Yo soy tu Padre y tú eres mi hijo. El mundo puede cambiar, pero Dios comprende nuestra libre voluntad y él ni va a interferir con esa libre voluntad.
San Josemaría no señalaba como fundamento del espíritu del Opus Dei la filiación divina, sino el sentido de la filiación divina. No basta ser hijos de Dios, sino que hemos de sabernos hijos de Dios, de y nos espera tal modo que nuestra vida adquiera esa novedad de vida. Esa verdad se convierte entonces en algo operativo.
El sentido de la filiación divina lo cambia todo; así basamos nuestra vida interior en el Amor que nos precede. No demos prioridad a lo que hacemos –porque nos centraremos en el yo-, sino a lo que Dios hace, en dejarnos amar cada día por Él, acogiendo diariamente su Salvación, así la lucha adquiere otro temple (cf. Mediterráneos).
Uno de los apóstoles le dijo a Jesús: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Jesús respondió enseñando el Padrenuestro. Los discípulos, buenos conocedores de la oración judía de su tiempo, se sorprendieron grandemente por la singularidad de la oración de su Maestro. La oración de Jesús se dirige al Padre en un diálogo de obediencia, que vivifica su misión. Cuando la Iglesia ora es el Hijo que levanta los brazos implorantes al Padre. La oración de los hijos sube al Padre gracias a la voz del Primogénito. Los brazos que se alzan en la invocación, en la alabanza y en la súplica son millones; pero la voz es única, la voz del hijo (cf. Compendio CEC, p. 158).
Jesús dice que no debemos de orar como los hipócritas. Un profesor de la Universidad de Navarra explicaba que en esa época hipócrita quería decir hacer las cosas con ostentación.