Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
El grado de civilidad de un pueblo se mide por el trato que ofrece a sus ciudadanos: cómo son tratados por sus autoridades, qué respeto se brindan unos a otros y, en particular, por el cuidado que se ofrece a los más débiles. Muchas de estas relaciones amistosas y solidarias se amparan en el culto que se rinde a la divinidad, y en el respeto que se brinda a los ancestros.
Como se ve, la persona nunca está sola; su identidad de origen la trae al nacer y se llama dignidad. Las relaciones para desarrollar esta dignidad se llaman “derechos humanos”, “derechos del hombre”, “derechos naturales “o “derechos universales”, porque son comunes a todos, hombres y mujeres.
Estos derechos son inherentes a toda persona humana por el mismo hecho de serlo. Los recibe de Dios, no del Estado. Éste debe protegerlos, jamás pretender concederlos y menos cancelarlos. Toda ley posterior, emanada de cualquier autoridad humana, debe respetarlos.
Así nos enseñaron los Apóstoles de Jesucristo: “¡Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres!” (Hechos, 5); pero, antes ya de Jesucristo, lo habían descubierto algunos paganos inteligentes, haciendo correcto uso de su razón.
Es el caso de “Antígona”, la heroína de la tragedia de Sófocles, nacido en el 596 a.C.
Breve historia: “Creón, rey de Tebas, ha dispuesto que, de los dos hermanos que mutuamente se dieron muerte, uno, llamado Eteocles, sea sepultado con todos los honores. El otro, Polinice, deberá ser dejado, a cielo abierto, a merced de las aves rapaces y de los perros. Muertos los dos hermanos, Creón, el tirano, ordena el cumplimiento de su ley, con el decreto agravante, de que quien toque el cadáver de Polinice, sea igualmente muerto. Antígona, hermana de ambos difuntos, muertos los dos en lucha fratricida, reclama igual derecho, igual sepultura, para ambos hermanos. Al enfrentar al tirano, se hace merecedora de la misma pena. Ella reclama “su” derecho, como hermana, de dar sepultura igual a ambos y, por tanto, como injusta e inválida, la ley de tirano. Los derechos familiares, los lazos fraternos y el culto doméstico son anteriores al Estado. El derecho humano familiar es anterior y superior a la arbitrariedad del tirano. Antígona se enfrenta al rey Creón, por haberlo desobedecido sepultando a Polinice.
Oigamos el diálogo. *Antígona al Rey: “Afirmo que lo hice. No lo niego. *Creón: ¿No sabías que yo había prohibido hacer eso? *Antígona: Lo supe, ¿Cómo podría ignorarlo? Era público y notorio. *Creón. Y así, ¿has tenido la osadía de transgredir las leyes? *Antígona: “Porque esas leyes no las promulgó Zeus. Tampoco la Justicia que tiene su trono entre los dioses del Averno. No, ellos no han impuesto tales leyes a los hombres. No podía yo pensar que tus normas fueran de tal calidad que yo por ellas dejara de cumplir otras leyes, aunque no escritas, fijas siempre, inmutables, divinas. No son leyes de hoy, no son leyes de ayer… son leyes eternas y nadie sabe cuándo comenzaron a vigir. ¿Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera?”. Al final, *Antígona le dice al Rey: “¡Loca, loca está —dirás tú— pues así obra! ¡Ah, loca sí, tildada de tal por uno más loco que yo!”. Y concluye con un verso que adelanta ya el Evangelio: “Yo nací para amar, no para aborrecer!” (Edic. Sepan Cuántos, p. 260).
Ante la barbarie que nos asola, mucho bien nos haría un retorno inteligente a las fuentes auténticas de nuestra civilización, para desenterrar las raíces del verdadero humanismo, que florecieron con el cristianismo, del cual aún no nos hemos hecho merecedores.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de octubre de 2024 No. 1528