Por P. Fernando Pascual

En un cine, o un barco, o un avión, lanzan en público la pregunta: ¿hay algún médico aquí presente?

Entendemos en seguida que algo está pasando. Quizá sea un problema leve: una persona se ha mareado. Quizá sea algo más serio: indicios de un infarto.

La pregunta, en su dramaticidad, muestra dos aspectos centrales en la experiencia humana.

El primero consiste en la fragilidad humana. Esa fragilidad explica que necesitemos de un número muy elevado de ayudas.

Como no somos especialistas en todo, cuando la salud está el peligro buscamos en seguida la ayuda de alguien competente.

Ello vale no solo para cuestiones médicas. Seguramente muchos hemos preguntado en familia, en el trabajo o entre amigos, quién sabe de electrónica…

El segundo aspecto es complementario al primero: existen personas competentes a las que buscamos para que nos asistan en temas concretos.

De esas personas competentes esperamos ayuda, sea para asuntos sencillos (no se enciende la computadora), sea en asuntos de vida o muerte: aquella persona se está ahogando.

Las personas competentes (también las llamamos expertas), precisamente en cuanto conocedoras, pueden ayudar a otros en su ámbito de saber.

Quizá alguno observará que gracias a Internet y a lo que recibe el nombre de inteligencia artificial, hay muchas situaciones en las que dejamos de buscar al experto para preguntar al móvil.

Sin embargo, la respuesta que nos dé el móvil solo tendrá valor si recoge lo que han escrito o explicado personas realmente competentes.

¿Hay un médico entre los presentes? Alguien se ha levantado entre las mesas del restaurante. Con rapidez, como persona responsable, se acerca a prestar ayuda.

Esperamos que todo termine bien. Ello será posible cuando el experto actúe desde una integridad completa, que le lleve a reconocer sus límites (no lo sabe todo), al mismo tiempo que pone sus propios conocimientos al servicio de una persona enferma y, por lo mismo, necesitada de la ayuda de un buen médico…

 

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