Por Arturo Zárate Ruiz
Es hermoso, pero difícil, gozar del Estado de Derecho, del imperio de la ley; hermoso porque con él la sociedad disfruta de la paz —san Agustín definió paz como la tranquilidad que sigue al orden y la justicia—; difícil porque conseguirlo humanamente no es un “enchílame esta tostada” —mínimo, se nos exigen papeleos y, entre otras cosas, los resultados de una sentencia judicial pueden disgustarnos—.
Se le acusó de cínico al presidente Peña Nieto por describir a los mexicanos exclamando: “hágase la ley, pero en los bueyes de mi compadre”. El problema de muchos no es, sin embargo, temer a que los detengan por corruptos; el disgusto es por lo difícil que resulta castigar al ladrón, pues no basta acusarlo, hay que probar que lo es.
A algunos nos gustaría que, sin más trámite, algún verdugo cruel convierta al maleante, de inmediato, en picadillo. Pero no ocurre de este modo. Tal vez pillemos al vecino con el pollo gordo de nuestro gallinero. Aun así, el muy astuto puede decirle, con éxito, al juez que el destinado para un apetitoso caldo escapó y cayó en sus salvíficas manos.
Puede todo un pueblo (Fuenteovejuna), en decisión unánime, proceder y ejecutar de inmediato a un flagrante violador. Pero no son válidos los linchamientos por más justos que parezcan. Ese violador merecía un juicio frente a una autoridad competente, es más, gozar entonces de la presunción de inocencia (El alcalde de Zalamea).
Lo que exige procedimientos que deben ser cumplidos correctamente, es más, por personas que conocen la ley, no cualquier ciudadano que responda a simples simpatías a una u otra de las partes en la controversia. Sé de un caso parecido al de santa Susana, aunque el indiciado sí era un gran truhan. Lo atraparon los entonces ministeriales con un gran cargamento de droga. Sucedió que el narco les hizo la llorona a los policías y los convenció de no decir que todo ocurrió en su casa sino en otro lugar. Así no confiscarían su vivienda ni dejarían sin nada a su esposa e hijos. Ya en la corte, la defensa preguntó a los policías sobre dicho lugar. Como éstos no se habían puesto de acuerdo, cada uno señaló un punto distinto. Por muy culpable que haya sido ese narco, la libró por la inconsistencia de la acusación.
Nuestra reacción ante estos casos no debe ser hablar de un “narco-abogado”, sino, más bien, celebrar a un protector del Estado de Derecho. Al defender a este acusado nos defendió a todos de los abusos que cometen los malos gobernantes, las más veces contra personas que verdaderamente se preocupan por la verdad y la justicia. He allí que Hobbes describió al Estado como un monstruo, un Leviatán. Si hay pesos y contrapesos se frena la concentración de poder que convierte al más bueno en el peor corrupto. Aun siendo todos nosotros bastante malos, sin concentración podemos vigilarnos los unos a los otros.
Vamos, por mucho que abunden los santos en la Santa Sede, también hay allí pillos. Y por muy soberano absoluto que nos parezca el Papa, no puede hacer él lo que se le dé la gana con ellos. Admite, aun con unos fraudulentos y pervertidos, su derecho a defenderse en un tribunal. Debe cumplirse el debido proceso.
Como inclusive debe hacerse en las canonizaciones. Nada de “santo súbito”, como lo reclaman las masas. Hay un procedimiento en que se le da la voz a un acusador. Lo llaman “abogado del diablo”. No es que sirva al demonio, no es que se quiera borrar el ejemplo del justo, ejemplo que edifica a los cristianos. Se evita más bien declarar incorrectamente bienaventurado a quien, aunque muy bueno, pudo, por ejemplo, haber predicado errores. Los dijo pequeñitos, tal vez sin intención, el padre Vieira, “apóstol de Brasil”. Sor Juana lo advirtió a tiempo, lo que frenó, quizás por fortuna, su canonización.
Teniendo, Dios Padre sí, soberanía y potestad absoluta, no le negó al Satanás un debido proceso (éste como acusador del hombre) en un juicio en que sin ninguna duda hubiéramos salido culpables. Contamos, sin embargo, con un buenísimo abogado. No fue tanto que Él nos haya defendido. Fue que Él de antemano decidió pagar por nuestras faltas en la Cruz.
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