Por Rodrigo Guerra López
Las dictaduras no sirven de nada y acaban mal, tarde o temprano” ha dicho el Papa Francisco, durante su regreso de la visita realizada a Asia y Oceanía, el pasado 13 de septiembre. Con esta sencilla, pero potente expresión, podemos advertir dos cosas.
En primer lugar, las dictaduras no responden a las exigencias prácticas del uso del poder. Desde la antigüedad y hasta nuestros días, un análisis puramente pragmático de las dictaduras – en sus diversas modalidades – muestra que la concentración de poder en una persona, o en un grupo restringido, deviene más pronto que tarde en la restricción de libertades, la represión popular y la falta de respeto a los derechos humanos.
Esto, entre otras cosas, genera una situación de “equilibrio inestable”, es decir, de tensión social contenida que en momentos puede parecer “pacífica”, pero que, como una olla de presión, acumula descontento, indignación e insatisfacción social.
En términos prácticos, las dictaduras, para ser mantenidas, generan un alto costo que terminamos pagando todos. Su funcionalidad social es aparente. Y su final es terrible.
En ocasiones, la sangre es derramada, evidenciando con ello que el poder había ingresado dentro de una lógica que sacrifica al pueblo al que debería servir.
Desde un punto de vista ético, además, es fácil advertir que las dictaduras se lubrican con la mentira, la corrupción y la manipulación del pueblo. Se reinventa la historia nacional, se repiten “mantras” sobre la soberanía popular, mientras que en lo escondido, surge una nueva oligarquía que se aprovecha despóticamente de su posición privilegiada.
El pueblo, sobre todo cuando es noble y espera un poco de alivio ante tanta injusticia social y violencia criminal, tiende a creer en el discurso mesiánico, en la promesa fatua, o en la antigua estrategia basada en “pan y circo”.
Es aleccionador el estudio de las dictaduras en su naturaleza e historia. Desde la caída de la República romana y el surgimiento del Imperio, hasta las dolorosas experiencias del siglo XX y comienzos del XXI, la Historia se repite. Sí, se repite al menos en un punto: el poder enloquecido devora vidas y dignidades. La impotencia social agobia la mente y el corazón de muchos. Sin embargo, siempre existen hombres y mujeres que logran advertir que la injusticia no puede tener la última palabra. El “anhelo de justicia” – como diría Horkheimer – se impone en el corazón humano. Gracias a los que le son fieles a esta tensión antropológica, las dictaduras – todas – tienen sus días contados.
Por eso, en la actualidad, los católicos poseemos una convicción particular a este respecto: no debemos favorecer la formación de grupos restringidos que se apropian de la idea de “pueblo” o de la consabida “soberanía popular”. Sean del signo ideológico que sean.
Al contrario, “la Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado.” (Juan Pablo II, Centessimus annus, n.46).
*Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina (Roma). El artículo se reproduce con permiso expreso del autor a El Observador.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de septiembre de 2024 No. 1525