Por P. Fernando Pascual
Una voluntad puede quedar secuestrada por la avaricia, por la soberbia, por la envidia, por la lujuria, por la ira, por la tristeza.
Basta un pensamiento casi obsesivo por ganar dinero, por comprar mejores armarios, por probar nuevos aparatos electrónicos, para que nuestra mente y nuestro corazón queden atrapados en un deseo que nos daña.
¿En qué radica el daño? En atar nuestra voluntad a algo contingente y frágil, que no puede llenar nuestro corazón, que no corresponde al único ideal que da sentido a la existencia: amar a Dios y a los demás.
Por eso, cuando descubrimos señales de un deseo que aprisiona nuestra voluntad, que limita nuestra capacidad de amor, que nos ata a lo que solo tiene un valor secundario, necesitamos pedir ayuda a Dios.
Dios puede liberar nuestros corazones, perdonar nuestros pecados, abrir las ventanas del alma para que irrumpa un aire limpio que nos regenere.
Entonces empezamos a experimentar lo que significa vivir libremente. Dios nos concede voluntades liberadas, que pueden emprender el vuelo a grandes ideales, a amores auténticos.
La liberación resulta posible gracias a Cristo. Al redimirnos, nos sacó del pecado y nos invitó a una vida renovada, que no puede volver a la esclavitud.
Así lo explicaba san Pablo: “Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud” (Ga 5,1).
Gracias al bautismo hemos recibido una voluntad liberada, redimida por un amor salvador. Desde entonces, podemos orientar pensamientos y decisiones según esa libertad, curada por la gracia, que nos permite vivir según la auténtica vocación humana: el amor.