Por P. Fernando Pascual

Hay muchas discusiones que no permiten un sano entendimiento entre las partes.

Uno afirma que el gobierno mejora la condición de vida de la gente. Otro sostiene que ha aumentado la pobreza. El primero responde que eso es culpa del gobierno anterior. El segundo señala que la culpa es del gobierno actual.

Entre los que discuten se entrecruzan una serie de tesis y antítesis, respuestas y réplicas, y al final parece que nadie quiere dar su brazo a torcer.

Normalmente este fenómeno se explica porque uno (o los dos) de los interlocutores se atrinchera en su punto de vista y percibe los argumentos de la otra parte como engaño, o como el resultado de prejuicios.

Una discusión bien llevada empieza a ser posible cuando los interlocutores buscan escuchar los argumentos y datos que ofrece el otro, para analizarlos uno por uno de modo sereno y fecundo.

No resulta fácil, sobre todo cuando uno siente que la información ofrecida por el otro iría en contra de una tesis considerada como buena por quien escucha. Ceder en algún punto llega a ser visto como una derrota, o una renuncia a las propias convicciones.

La situación puede desbloquearse si abrimos la mente a reconocer que las propias tesis no corren peligro cuando el otro muestra sus puntos débiles. Al mismo tiempo, si uno busca sinceramente la verdad, acogerá con gusto lo que venga desde otras perspectivas que pueden enriquecer el panorama.

En el mundo hay demasiadas discusiones que no llevan a ninguna parte, por culpa de la cerrazón mental de los interlocutores. En cambio, cuando las mentes se abren, las personas pueden reconocer todo lo que sea bueno y válido en las tesis ofrecidas por quienes defienden puntos de vista diferentes.

Entonces se produce ese gran salto adelante de toda sana discusión: ambas partes acogen buenas ideas que vengan del otro, aunque contradiga las propias tesis iniciales, con el deseo de avanzar, alegremente, a un mejor conocimiento de la verdad.

Imagen de Oleksandr Pidvalnyi en Pixabay


 

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