Por P. Fernando Pascual
La discusión se había prolongado durante la comida y la sobremesa. El tema era de interés. Sobre todo, dos monjes querían ir a fondo y defendían con pasión sus puntos de vista.
Mientras los argumentos iban y venían, un joven monje se levantó y empezó a recoger los platos, a poner orden en la mesa, a llevar la comida a la cocina, a limpiar lo que había quedado libre.
Aquel monje entendía la importancia de aquella discusión, en la que estaban en juego puntos clave para vivir mejor la propia Regla monástica. Pero intuía que la cosa iba demasiado lejos, y que por discutir se incurría en dos peligros.
El primero, obvio: perder el tiempo. Porque hay personas que se dejan atrapar por las ideas hasta el punto de que pierden la noción del tiempo y de los deberes que son parte de la vida ordinaria.
El segundo, también visible fácilmente: el riesgo de herir la caridad fraterna, al convertir algunos debates en un asunto personal, donde unos se sienten agredidos, y donde otros no dudan en lanzar insinuaciones que van contra el modo de ser del “adversario”.
Quien percibe lo que se juega en cada propuesta, siente muchas veces un deseo de “vencer”, a costa de una enorme pérdida de tiempo, y con el riesgo de faltar al respeto hacia el otro.
Por eso, aquel joven monje había optado por no entrar en el combate de las palabras. De este modo, podía mantener la paz en su corazón, al no quedar involucrado en la presión que ejercían unos y otros.
Al mismo tiempo, evitaba ese peligro continuo en la vida de los monasterios, de las parroquias, de las familias, y de tantos ámbitos de la vida: perder el tiempo en discusiones, mientras quedan relegados asuntos importantes en los que vale la pena invertir el tiempo.
El reloj había marcado las cuatro de la tarde. La discusión en el convento seguía en pie, después de más de tres horas de argumentos y contraargumentos.
Mientras, aquel joven monje había lavado la vajilla y ordenado la cocina, y le quedó tiempo para atender en la portería a dos personas que pedían consuelo.
Luego, como guiado por una llamada interior, fue a la capilla para hablar a Dios y pedir por las necesidades del mundo, de la Iglesia, y de esos hermanos suyos que tanta pasión ponían en discusiones interesantes, pero a veces en detrimento de aspectos centrales de la vida monástica…