Por Rebeca Reynaud
Un pensador británico, Robert Burton decía: La esperanza y la paciencia son dos soberanos remedios para todo, son los más seguros y blandos cojines sobre los que podemos reclinarnos en momentos de adversidad.
Las dos cosas que pueden lograr la felicidad son el amor y el trabajo, y podemos perderlas por falta de paciencia.
Hay personas que se desesperan porque quieren resolver problemas que no les corresponde resolver.
Las personas debemos soportar cosas que no nos gustan, como el dolor ante una enfermedad o ante una operación quirúrgica.
La paciencia se define como capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse. La paciencia es la facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho.
Cada cosa tiene un tiempo. Si sabemos esperar y entender el tiempo que la vida nos ha puesto, vamos a alcanzar muchas metas. Ovidio dice: la gota abre la piedra, no por la fuerza sino por su constancia.
Las personas que tienen paciencia logran auto controlarse. Sólo alcanzamos la madurez cuando hay capacidad de autocontrol. En Estados Unidos se hizo un experimento: a niños de 5 a 7 años les dijeron: “Aquí tienes un dulce, si no te lo tomas en dos horas, te damos otro dulce”. Siguieron este grupo por 35 años. Los que tenían autodominio sacaron mejores calificaciones, entraron a mejores universidades y les fue mejor en el trabajo. Los que sabían detenerse ante la gratificación inmediata, al paso del tiempo, se declararon más felices. Hoy se busca la recompensa inmediata.
La paciencia tiene que ver con la esperanza, hay que trabajar en la propia paciencia. Quien tiene esperanza puede ser paciente. La paciencia, como toda virtud, requiere del esfuerzo diario. Esperar en la fila, paciencia ante el que toca el claxon. Si pierdo la paciencia de algún modo pierdo la esperanza.
La paciencia es la ciencia de la paz. Ana Catarina Emmerick afirma que sufrir pacientemente es el estado más digno de un hombre sobre la tierra. Si un ángel pudiera tener envidia la tendría del hombre que padece por Dios.
La paciencia tiene mucho que ver con la sabiduría, es decir, con saber quién soy, de dónde vengo y adónde voy. Tiene que ver asimismo con la virtud de la esperanza. Es también un rasgo de la personalidad madura. Más importante que conquistar una ciudad -que es someter algo externo- es conquistarse a sí mismo, porque la paciencia lo lleva a dominarse en su interior, como decía Gregorio Magno.
La paciencia todo lo alcanza, por ello es necesario luchar por crecer en ella. “El mundo es redimido por la paciencia de Dios, y es destruido por la impaciencia de los hombres” (Benedicto XVI, En su Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, Roma, 24 de abril de 2005). En otro momento, Ratzinger escribe: “La paciencia es la forma cotidiana de un amor, en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza”.
San Cipriano de Cartago tiene un escrito titulado El bien de la paciencia: donde enseña lo siguiente: “La paciencia es lo que nos hace valer y nos guarda para Dios. La paciencia atempera la ira, frena la lengua, rige el pensamiento, custodia la paz, regula las normas de vida, rompe el ímpetu de la concupiscencia, reprime la violencia del orgullo, apaga el fuego del odio… Nos hace humildes en la prosperidad; en la adversidad, fuertes, y mansos contra las injurias y ultrajes. Enseña a perdonar enseguida a los que delinquen; y al que ha faltado, a rogar mucho y largo tiempo. La paciencia vence las tentaciones, soporta las tribulaciones, y lleva a término los padecimientos y martirios. Ella es la que proporciona a nuestra fe un fundamento firmísimo; ella es la que provee a que nuestra esperanza crezca hasta lo más alto. Ella es la que dirige nuestros actos para que podamos mantenernos en el camino de Cristo, mientras avanzamos con su ayuda; ella, en fin, hace que perseveremos siendo hijos de Dios” (De bono patientiae 13-16, 19-20).