Por Arturo Zárate Ruiz
Leemos en Hechos que, al menos a san Pablo, Dios le instruyó que fuera a Roma a predicar. También fue allí y lo hizo san Pedro. Por la Tradición y aun la arqueología sabemos que ambos fueron martirizados en esa ciudad cuando gobernaba el inicuo Nerón. Por estas y muchas otras razones Roma se convirtió en la sede primada de toda la cristiandad. Así, desde los primeros tiempos, comunidades católicas muy distantes pedían al sucesor de Pedro —como lo hicieron los corintios con el papa Clemente— que con su autoridad definiese asuntos entonces controversiales en la fe o en la vida eclesial. Ubi Petrus Ibi Ecclesia, advirtió san Ambrosio, el gran Arzobispo de Milán.
Por qué Dios ordenó a san Pablo y, sobre todo, a san Pedro trasladarse a Roma se explica, en cierta medida, porque no debían quedarse en Jerusalén. De hacerlo, la Buena Nueva habría sido sólo para los judíos, no también para los paganos. Al parecer, Dios permitió las primeras persecuciones por los fariseos contra los cristianos en Tierra Santa para que los cristianos huyeran de allí y, así providencialmente, desparramaran la fe en muchos otros lugares.
Pero ¿por qué Roma, y no Atenas, una ciudad mucho más culta, es más, su lengua, el griego, era la franca entonces, no el latín? Fue así porque Roma era el centro del poder político. Allí los líderes apostólicos podrían aprovechar la organización del imperio para propulsar el mensaje cristiano hacia todos los rincones de la Tierra.
Pero que haya sido así no deja de parecer paradójico. Por un lado, los apóstoles huyeron de Jerusalén por las persecuciones. Por otro lado, fueron a Roma para sufrirlas de peor manera. Por tres siglos, un papa tras otro fue ejecutado por algún emperador, para no mencionar los numerosos fieles martirizados.
Hasta que el emperador Constantino abrazó el cristianismo en el año 312. Parecería que todo iría en adelante viento en popa para la Iglesia, pues Constantino además reunificó el imperio que Diocleciano había dividido en 285. Sin embargo, Constantino trasladó la capital de Roma a Bizancio (que renombró Constantinopla) y luego dividió de nuevo el imperio entre sus hijos. Roma dejó de ser el centro del poder, y por más de un milenio decayó política, económicamente e incluso en las buenas costumbres. Fue un papa, León Magno, no un emperador, quien tuvo que salir en defensa de la urbe cuando se acercaba Atila a destruirla. He allí de nuevo la paradoja. No obstante su marcada decadencia, Roma seguiría siendo el centro de la fe. Como santa Teresa la Grande diría un milenio después, «Solo Dios basta».
Pero la paradoja se eleva exponencialmente. Que sea Roma el centro de la fe hizo que los emperadores y reyes buscasen que los papas se acomodasen a su perfidia. Por más de un milenio algunos aun los apresaron para intentar someterlos. El monarca francés los tuvo presos en Aviñón. Napoleón inclusive maltrató a dos pontífices metiéndolos en jaulas y paseándolos en ellas por lo que deseaba él fuera su imperio. Como no era fácil aplastar a los papas, pues algunos, como Julio II empuñaron las armas para defenderse, no faltaron príncipes que fundasen iglesias cismáticas, como en oriente, otros heréticas, como en la rebelión protestante. Los obispos les resultaron más maleables. En cualquier caso, sus iglesias acabaron siendo credos nacionales, no universales, no “católicos”. Es la “universalidad” lo que significa “catolicidad”.
Encontrando los líderes políticos en Europa la fórmula para someter la religión, los italianos, al unificar su país, se toparon con no poder convertir al papa en patrocinador acomodaticio suyo. El papa no podía dejar de ser pastor universal. Para presionarlo, los líderes italianos hicieron del papa un prisionero en el Vaticano. El papa aguantó. Y, creciendo de nuevo la paradoja, aun siendo la Santa Sede el Estado más diminuto del mundo, al pontífice romano, sin poder ninguno, todos lo escuchan. Y lo escuchan por, desde un principio, no permitir que lo que es de Dios se subordine a lo que se le antoja al César.
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