Por Rebeca Reynaud
La Penitencia es un sacramento de curación y de salvación. Tiene una estructura fundamental: Los actos del hombre que se convierte bajo el influjo del Espíritu Santo, y la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia.
¿Se me pueden perdonar los pecados sin la mediación del sacerdote? Sí, si se hace un acto de contrición perfecta, pero como eso es muy difícil hay que contar siempre con la ayuda que nos da el sacramento instituido por Jesucristo para perdonar los pecados.
Cuando nos confesamos con corazón contrito y arrepentido, es como si recibiéramos un abrazo misericordioso de Dios Padre. Cada vez que nos confesamos, Dios hace fiesta, como en el caso del hijo pródigo.
Este sacramento no restaura totalmente el equilibrio interior, queda la inclinación al mal y la debilidad de la naturaleza humana. Seguimos siendo peregrinos en la tierra, rumbo a la Patria celestial. Hemos de estar continuamente decidiendo entre hacer la Voluntad de Dios y hacer la nuestra. A consecuencia de una mala elección podemos caer en el pecado.
Para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo, Dios nuestro Señor, Médico divino, ha puesto la Confesión.
¿Cuándo instituyó este sacramento? Una vez resucitado, Jesús les dijo a los Apóstoles que fueran por todo el mundo a predicar el Evangelio. Sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo, a quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos” (Juan 20, 22-23). Este poder se transmite a los obispos y a los presbíteros.
Estructura de este sacramento: Examen de conciencia, dolor de corazón, decir los pecados, propósito de enmienda, cumplir la penitencia o las obras penitenciales. El sacerdote nos dice en el nombre de Jesús: “Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.
La contrición puede ser “perfecta” o “imperfecta”. Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, es “perfecta”. La contrición “imperfecta” o atrición es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Parte de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna. La confesión ha de ser oral e íntegra. La verdadera contrición incluye siempre el deseo de recibir el sacramento de la Reconciliación o Penitencia.
El sacerdote debe mantener el secreto de todo lo que ha oído en la confesión sin excepción (sigilo sacramental).
¿De qué tenemos que arrepentirnos? De las omisiones, de faltas de caridad o de paciencia, de nuestra indiferencia, de nuestra dureza de corazón, de faltas contra el primer Mandamiento, de falta de interés por las cosas de Dios, de la apatía… Hay que revisar los Diez Mandamientos explicados.
Los efectos de este sacramento son la reconciliación con Dios y con la Iglesia; la remisión de la pena eterna a causa de los pecados mortales, la serenidad de conciencia, la paz del espíritu y el aumento de la fuerza espiritual para el combate (cfr. CEC, 310). La Penitencia es como una anticipación del Juicio final, y quien recibe la absolución ya ha sido juzgado y absuelto.
Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (cfr. CIC can 916, CEC, 1457). La confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a progresar en la vida del Espíritu y a dejarse curar por Cristo (CEC, 1458).
Otras consideraciones
Satanás es el trono del orgullo, y la única arma para derrotarlo es la humildad. Y la confesión nos ayuda a vivir la humildad porque reconocemos lo que está mal y pedimos perdón. No se trata de quién es el sacerdote, perdona por el poder de Dios, importa quién soy yo. Al recibir la absolución quedamos desencadenados, pero el alma está débil, por eso necesitamos la Eucaristía. Si supiéramos lo que es la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, quedaríamos en éxtasis nada más pisar la iglesia.
Para terminar, recordemos una frase de Benedicto XVI: El problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente (Cfr. Jesús de Nazaret, II, p. 98).