Por P. Fernando Pascual

Estamos en el tren. Nuestra mirada se dirige a otras personas. Alguno está absorto en un tablet. Otro lee un libro. Otro observa por la ventana. Otro cabecea. Otro mira a los demás.

Nuestra mirada quiere ser discreta y respetuosa. A través de ella descubrimos rostros de personas jóvenes o mayores, alegres o preocupadas, misteriosas o transparentes.

La mirada nunca llega a penetrar en la vida del otro, en su intimidad. ¿Está satisfecho con lo que hace? ¿Tiene miedos ante el futuro? ¿Espera un encuentro feliz? ¿Teme una enfermedad apenas diagnosticada?

De repente, notamos que otro también nos mira. Tal vez con curiosidad, o con simpatía, o con indiferencia, o con cierta desconfianza.

¿De dónde nacen nuestras miradas? ¿Qué buscamos al ver al otro? ¿Qué sentimos al darnos cuenta de que nos miran?

La mirada encierra algo de nosotros mismos: esperanzas y temores, deseos de encuentro o reserva, apertura a un posible diálogo o simplemente curiosidad ante quienes nos rodean.

Al mismo tiempo, nos damos cuenta de que somos vulnerables ante las miradas de otros, que tocan a las puertas de nuestra alma con discreción o con falta de tacto, con respeto o con hostilidad.

El tren sigue su camino. Algunos dejan sus asientos y se dirigen hacia las puertas. En la parada, entran nuevos pasajeros que miran y son mirados.

El viaje de ese tren refleja, de modo concentrado, otro viaje, el de la vida humana, lleno de encuentros y de miradas, de sorpresas agradables o incómodas, de misterios y de posibilidades.

Miro por la ventanilla. Las nubes han cubierto el sol. Los árboles pierden sus sombras y custodian nuestro viaje.

En lo íntimo del corazón, percibo una mirada que llega a lo más profundo de mi existencia. Dios también nos mira, con un cariño inmenso, mientras seguimos en ese viaje continuo junto a tantos hermanos que reciben, como yo, un infinito amor del Padre que está en los cielos…

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