Por Felipe Monroy

Hay un poema en tsotsil de Ruperta Bautista que quizá expresa el sentimiento del pueblo de la montaña chiapaneca en este día y quizá todos los días, desde hace muchas sombras: Xvinaj xi’el te stumtunel yon’ton / xchi’uk tsij ochel te svinkilel / Staki ulesbatel li ch’ich’e / xchi’uk xtupbatel te ik’al axinal (Dibuja en sus latidos el pavor, / su cuerpo filtra miedo, / seca en silencio la sangre / y se apaga en las penumbras del dolor). El artero asesinato del sacerdote católico Marcelo Pérez, ayer 20 de octubre, tristemente vuelve a obligarnos a mirar esa tiniebla criminal que no cesa de cobrar víctimas.

Marcelo no fue un héroe –jamás pretendió serlo– y, sin embargo, su muerte parece clamar a voz ahogada y popular la palma de martirio. Él sabía de las numerosas amenazas contra su vida y sabía que ella sólo tenía sentido al entregarla, vulnerable, al servicio de la paz. Ante el periodista Guillermo Gazanini, el sacerdote confesó: “Rechacé la escolta [de seguridad] por tres razones.

Porque va en contra de los principios del Evangelio. Sé que una escolta está facultada para matar; y pensar que yo vivo porque otro muere, no; es al revés: Yo estoy dispuesto a dar mi vida para que otros vivan. En segundo lugar: Yo no busco la paz para mí, sino la paz y la seguridad para el pueblo. Y la tercera: porque tenemos desconfianza total a la seguridad pública ya sea estatal o federal”.

Resulta injusto simplificar en pocas letras la inmensa labor del sacerdote Marcelo: el indígena tsotsil de San Andrés Larráinzar que misionó por varios pueblos de la montaña con esa semilla de dignidad y paz sembrada en su pueblo natal; el defensor de los pueblos chiapanecos nominado al galardón sueco ‘Per Anger 2020’ por su entrega a favor de los derechos humanos; el luchador social que se ganó la animadversión de criminales y gobernantes por igual por evidenciar los contubernios que envenenan, intoxican, manipulan, someten y amedrentan la libertad del pueblo; el pastor católico ‘devoto y muy pegado al Sagrario’ que en 2016 dirigió una oración en tsotsil ante el papa Francisco en la que dijo: “A pesar de que tenemos mucho dolor por tantas injusticias, tenemos mucha fe en Dios. Nuestra fe nos ha mantenido en pie de lucha por el reino de Dios”.

En los últimos diez años, el padre Marcelo parecía vivir en una permanente condición de amenaza porque precisamente compartía personalmente esa situación de crisis con las comunidades parroquiales a las que fue enviado a servir. Para el religioso, ningún problema era menor: lo mismo la proliferación de cantinas y puntos de venta de drogas, que el desplazamiento de comunidades enteras amenazadas por el crimen, o la triste comprobación de que algunas de las autoridades legales sólo eran criminales con facultades de gobernanza: “Una vez me llamaron –relató en entrevista– y me dijeron: ‘De usted depende que no se desate una masacre entre sus feligreses’. Y bueno, yo no quiero abandonar a mis ovejas, a mis feligreses”.

En realidad, todos los problemas (tráfico de armas, droga, intimidación, corrupción, violencia, etcétera) para Marcelo eran el mismo problema: El irrespeto a la dignidad de la persona. Criminales y autoridades mantenían amenazados y sojuzgados a poblados enteros (aún lo hacen) arrebatándoles su dignidad; y el sacerdote era el personaje visible en esa resistencia de hombres, mujeres y niños libres que, confiando en Dios, marchaban por una paz que se teje y deshilacha; y que, en ocasiones, como ahora, se sacrifica en la hoguera de un contubernio cultural que deshumaniza.

Marcelo estuvo bajo la mirilla de inconfesables grupos criminales y también de grupos políticos a los que incomodaba; por ello lo denunciaron acusándolo de delitos inverosímiles como cuando la Fiscalía Contra la Desaparición Forzada en Chiapas giró una orden de aprehensión contra él por instigar y participar en la desaparición de 21 personas de Pantelhó. También fue oscuramente denunciado por ‘fundar’ el grupo de autodefensa ‘El Machete’ e incluso de atacar violentamente a un poblado.

No todo fue amargo en la labor social del padre Marcelo; lo escuché auténticamente aliviado en 2021 luego de que 86 familias tsotsiles –que huyeron y se refugiaron en Yabteclum para salvar sus vidas– retornaron a su pueblo en San José del Carmen gracias a la ayuda que ofrecieron los agentes de pastoral de la parroquia San Pedro Chenalhó y a la mesa directiva de las Abejas de Acteal. También lucía esperanzado durante esa peregrinación y ceremonia en la que participó para defender la ciénaga de la colonia 5 de Marzo como ‘sitio sagrado’; y una de sus últimas alegrías fue la Gran Peregrinación por la Paz en Chiapas el pasado 13 de septiembre, le entusiasmó especialmente que las tres diócesis de la Provincia mostrasen unidad y compromiso con la causa.

De las autoridades civiles sólo quiso recibir un botón de asistencia con un teléfono satelital (“que no uso porque me persigue el gobierno y lo puede utilizar para saber dónde estoy”) y un permiso para utilizar vidrios polarizados en su vehículo. Por supuesto, los cristales de su camioneta no estaban blindados y por ello los impactos que se detonaron desde el exterior terminaron con su vida de forma inmediata.

Mucha gente, muchos pueblos, rezan hoy por el descanso eterno y la recompensa divina para el alma del padre Marcelo Pérez Pérez y me sumo a ellos también con otro poema de la misma Ruperta Bautista, que es más luminoso: X-a’yaj ch-k’opoj li tonetike, / ch’anal xuxubajel x-a’yaj te sob ikliman (“Se escucha el murmullo de las piedras / un silbido silencioso llega al oído de la madrugada”). Así fue el padre Marcelo, un sólido murmullo, un silbido que rompe la noche y nos convoca, mientras anuncia el esperado triunfo del día.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de octubre de 2024 No. 1529

 


 

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