Por Rebeca Raynaud

Este es un tiempo de esperanza en el que le podemos decir al Señor: “¡Tengo sed de Ti, mi Dios vivo! Sé el centro de mi vida. Que Tú crezcas y yo disminuya. Permite que yo mire a la gente como la miras Tú, que prepare los caminos del Señor, que dé luz. Dame afán de conocerte y amarte más. Toma posesión de mi alma para que seas el Señor de mi vida”.

El tiempo de Adviento nos empuja a afrontar la gran figura de Juan el Bautista. Es difícil captar la importancia de Jesús si no se pasa antes por el baño purificador de Juan. ¿Qué es lo primero que nos dice este profeta? “¡Convertíos!”, en otras palabras, “¡arrepiéntanse!”. San Juan nos pide “enderezar las sendas”, que significa prepararnos para identificarnos con Jesucristo, y eso lo hace Él en la eucaristía. Escuchemos hoy sus palabras, y pidamos a Dios los obstáculos que ponemos para impedir su gracia en mí, en nosotros.

Cristo mismo continúa la obra de su inmensa misericordia. La Iglesia, en el transcurso del año, conmemora todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta el día de Pentecostés y hasta la Parusía (2ª venida).

Después de la celebración anual del misterio pascual (esto es, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo), la Iglesia nada tiene más antiguo que la celebración del Nacimiento del Señor y de sus primeras manifestaciones.

Esta celebración se prepara con el tiempo de Adviento, que posee una doble índole: es el tiempo de preparación para la solemnidad de Navidad, en la que se celebra la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y al mismo tiempo, por medio de esta recordación, el espíritu se orienta a la espera de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos: esto se llama Parusía. Por estas dos razones, el tiempo de Adviento se presenta como un tiempo de piadosa y alegre espera.

El tiempo de Adviento comienza con las primeras vísperas del domingo que coincide con el 30 de noviembre. Los domingos de este tiempo reciben el nombre de domingos I, II, III y IV de Adviento.

En su comentario al Salmo 109, San Agustín dice: Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento. El período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos (…). Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad, a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación.

San Agustín define la oración como un ejercicio del deseo, venimos a decir lo que queremos y a abandonarnos en Dios.

El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, pero su corazón es demasiado pequeño. Hemos sido creados para una gran realidad, pero necesitamos llenarnos de Ti, Dios mío.

San Buenaventura nos sugiere: “Hay que concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones.” Y explica: Esto es algo misterioso que sólo lo puede conocer el que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y nadie lo desea sino aquél que inflama el fuego del Espíritu Santo. Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al ser humano, pregunta a la oscuridad no a la claridad, no a la luz sino al fuego que abraza totalmente y transporta a Dios.

Nos movemos por esperanzas, si no las ponemos en Dios, nos llenaremos de otras cosas. Nos quedaremos cortos.

Aquél que vino y que vendrá, no se ha ido. Madre mía, ayúdanos a vivir el Adviento como lo pasaste tú, con ese amor y esa lucha, por hacer lo que Dios quería. Que recibamos al Niño como Tú.

 


 

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